Lo más valioso que tenemos, no se mide por un precio. Porque los bienes más elevados, no se compran con dinero.
La existencia, el amor, y la vida de los que amamos, son regalos que no tienen precio, porque son un don, que viene del cielo.
Aunque a veces, se necesita perder lo que se tiene, para aprender a darle su valor. Y como dice el dicho: “Nadie sabe lo que tiene, hasta que lo ve perdido”.
El amor, es lo más valioso de la vida; pero cuando lo tenemos, no lo valoramos. Y terminamos, cambiando el amor por los bienes; y así olvidamos, que el bien más elevado, es el amor.
De nada sirve, tener lo que se tiene, cuando no tenemos con quien compartirlo.
Y como dice San Pablo: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe”.(1Cor.13,1).
El Evangelio de Lucas, narra la vida de un hombre, que cambió el amor, por unos cuantos pesos; y prefirió los bienes, que están medidos, antes que el amor de la familia.
Y una vez que recibió la herencia por adelantado, rompió el vínculo familiar.
Así, dice el Evangelio: “ El muchacho le dijo: Padre, dame la parte de la herencia que me toca. Y él les repartió los bienes”.(Lc.15).
El dinero está contado, y por eso mismo, algún día se acabará. Pero el amor, que es infinito, no tiene medida.
Y el hombre del que nos habla el Evangelio, decidió romper el vínculo paterno. Y dice el relato: “No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta”.(Lc.15).
Pero, una vez que acabó con el dinero, ese hombre cayó en la cuenta, de todo el bien que tenía sin saberlo; había cambiado lo más importante, por unos cuantos pesos.
El pecado es ruptura, porque es causa de división. Por eso, el hijo decidió romper todo vínculo con su Padre, y se quedo con los bienes, que por estar contados, tarde o temprano, tendrían que agotarse.
Y eso pasa cuando pecamos, porque el pecado, nos hace romper el contacto con Dios y con los hermanos; pensando que podemos hacerla sin Dios.
Y luego nos pasa, lo que al hijo prodigo, que una vez alejado de la casa paterna, sintió la soledad y el abandono.
Y todo, porque hemos olvidado, que los bienes no saben igual, cuando no se comparten.
El amor del Padre es incondicional, y aunque malgastemos sus bienes, Él, jamás dejará de amarnos; porque su amor es infinito.
Y ya que el amor todo lo perdona; el Papá, vivió esperando el regreso de su amado hijo; y una vez que volvió, lo recibió con los brazos abiertos, y alegremente lo perdonó.
El perdón, es el alivio del perdonado, y la alegría del que perdona; más aún, es la oportunidad de seguir viviendo, para estar conviviendo.
Por eso, nunca es tarde para volver a Dios; hay que regresar a la casa donde se vive el amor.
Y con el Señor, podemos recuperar los bienes que no tienen precio, y que nosotros hemos despreciado, dejando que se pierdan.
Pero con Dios, volvemos a tener la paz, la alegría y la esperanza.
Volvamos a la casa de Dios, que Él, nos espera con los brazos abiertos; para ofrecernos el don más perfecto: el perdón.
Pbro. Lic. Salvador Glez. Vásquez.