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HOMILÍA: Hay que perder, para apreciar lo que tenemos

Lo que se tiene, se valora hasta que se pierde.

Pero, ¿Por qué, esperar a que algo falte, para saber apreciarlo?

El hombre  se acostumbra a lo que tiene; como si eso le perteneciera, o no tuviera que llegar a perderlo.

Hay personas, que nos hacen tanto bien, pero están  tan cerca, que no alcanzamos a percibirlas.

Los buenos brillan, hasta que ya no están.

Y, que difícil es valorar los bienes, que solo pueden venir de Dios. Pero, una  vez que se pierden, también nos  sentimos perdidos.

Es tal nuestra ceguera, que hay quien llega a sentir, que no necesita de Dios, para poder subsistir.

El Evangelio, nos narra la actitud de un hombre, que pensó, que podía estar mejor, alejado de la casa paterna.

Y, una vez a la distancia, cayó en la cuenta, de todo el bien que tenía sin saberlo, estando en  casa de su padre.

Así dice el Evangelio:  “¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre!  Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores”. (Lc.15).

Al cortar con Dios, la vida se vuelve compleja.

Porque, hay bienes que solo vienen de lo alto. Pero, nos acostumbramos a tenerlos, que hasta pensamos, que éstos son un derecho, y no un don.

Por tanto, es  necesario que algo falte, para que podamos valorarlo.

Cuando todo se tiene, se valora poco. Y si falta Dios, nos está faltando todo.

Volvamos pues, hacia   el Señor, para recuperar la paz y el gozo de vivir.

Pbro. Lic. Salvador Glez. Vásquez.

 
Evangelio
Del santo Evangelio según san Lucas: 15, 1-32
En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: “Éste recibe a los pecadores y come con ellos”.
 
Jesús les dijo entonces esta parábola: “¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se le perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido’. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos, que no necesitan convertirse.
 
¿Y qué mujer hay, que si tiene diez monedas de plata y pierde una, no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido’. Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte”.
 
También les dijo esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de la herencia que me toca’. Y él les repartió los bienes.
 
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad. Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera.
 
Se puso entonces a reflexionar y se dijo: ‘¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’.
 
Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’.
 
Pero el padre les dijo a sus criados: ‘¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y empezó el banquete.
 
El hijo mayor estaba en el campo y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: ‘Tu hermano ha regresado y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo’. El hermano mayor se enojó y no quería entrar.
 
Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ‘¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo’.
 
El padre repuso: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado’”.
 
Palabra del Señor.
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