Si hay viñas potables, y para muchos, apetecibles, ésa es la del terror, una degustación para todos los paladares: psicológico, slashers, espíritus y leyendas. Quizá por ser un género abundante, pareciera que ya hemos visto (o medio visto, con las manos sobre los ojos), casi todo.
Veamos cuál es el caso de La Hora de la Desaparición.
En una comunidad suburbana sucede un fenómeno extraño: justo , mientras sus familias dormían, más de quince niños salieron de sus casas, sin dejar rastro. Las sospechas recaen en la maestra, pues todos pertenecen al mismo salón de clases.
Esta cinta inicia con una interrogante que va creciendo y que tiene un factor de vulnerabilidad: los niños añaden una variable delicada a la ecuación narrativa. Y es que, en la niñez, hay un quid de incertidumbre, pero también de crueldad y de cierto misterio.
Fiel a su estilo, Zach Cregger nos arroja al epicentro del sueño americano: el paraje suburbano idílico, con calles arboladas, bonitas casas y familias de clase media alta. Todo es tranquilidad. Parece perfecto, pero al acercarnos, la pintura se empieza descarapelar.
El armado del guion es prodigioso; cada situación sonaría absurda al relatarla por separado (no lo haré, no spoilers), y más inverosímil aún, si se describiera como un conjunto. Pero encaja, funciona.
La tensión se va cociendo de mil maneras: en los acercamientos y alejamientos, en las calles plácidas y solitarias, las llamadas y los silencios. En las actuaciones de un elenco sólido, que articulan la narración episódica. Garner y Brolin, vehementes e intensos.
Y también muy al estilo Cregger, a la tirantez insoportable la atraviesan de pronto, momentos cómicos; soltamos la risa franca, sólo para después dar un brinco tremendo por el susto. Advertencia: hay escenas bastante gráficas.
En un mundo de terror narrativo bastante manoseado, este filme evoluciona en una sorpresa constante, que cambia la jugada. Crees que lo has visto todo pero no has visto nada.