San Luis Potosí, SLP.- En San Luis Potosí, como en muchas regiones del país, la verdad camina descalza y sola, mientras la justicia sigue atrapada en trámites, protocolos y conferencias de prensa que no alivian a nadie.
Esta semana, el colectivo de búsqueda Voz y Dignidad por los Nuestros confirmó lo que desde hace cinco meses venían denunciando sin eco, la existencia de un sitio en Matehuala donde podrían haberse cometido crímenes atroces contra personas desaparecidas. Lo hicieron sin reflectores, sin presupuesto, sin protección. Lo hicieron con palas, coraje, y un amor inquebrantable por sus ausentes. Y solo entonces, cinco meses después, las autoridades decidieron actuar.
La respuesta institucional, como es costumbre, llegó tarde y en tono de negación. La Fiscalía General del Estado no tardó en puntualizar que aquello no es un “campo de exterminio”, porque —según sus propios criterios— no se encontraron varios cuerpos ni hay evidencia de sistematicidad. Al parecer, para que sea un campo de exterminio reconocido como tal, debe cumplir con requisitos técnicos. Mientras tanto, una madre encuentra un hueso, una prenda, un indicio y le basta con eso para saber que su pesadilla es real.
Lo importante no debería ser el debate semántico sobre si es o no un campo de exterminio. Lo urgente es reconocer que en San Luis Potosí —y en México entero— hay tierra removida por la impunidad y por el abandono del Estado. Hay familias que han tenido que convertirse en investigadoras, en forenses, en topógrafas del horror, porque las instituciones no han estado a la altura del dolor que arde todos los días.
La fiscal, Manuela García Cázares, afirmó que la prospección fue realizada “conforme al procedimiento”. Pero, ¿qué procedimiento justifica cinco meses de silencio? ¿Cuántos huesos tienen que aparecer para que una búsqueda merezca respuesta inmediata? ¿Qué tipo de violencia tiene que acumularse para que una autoridad acepte que lo que sucede es sistemático?
Mientras se dan estas explicaciones frías, las madres buscadoras no descansan. Son las únicas que, con cada amanecer, desafían el miedo y el cansancio. Ellas han convertido la desesperación en fuerza, la pérdida en dignidad. Son héroes sin capa, sin reconocimiento institucional, y sin descanso. A ellas les debemos cada hallazgo, cada pista, cada nombre que logra regresar a casa, aunque sea en fragmentos.
La zona Altiplano y la zona Media de San Luis Potosí han sido señaladas como escenarios de otros hallazgos recientes. ¿Y cuántos más están esperando ser descubiertos, mientras las oficinas públicas siguen empolvando reportes?
Ya no se puede hablar de casos aislados. Lo que vivimos es una emergencia humanitaria sostenida, frente a la cual la respuesta estatal ha sido tibia, burocrática, y muchas veces hostil con quienes verdaderamente buscan.
Negar el término “campo de exterminio” no borra el horror del terreno. No borra las denuncias desatendidas, las búsquedas sin respaldo, ni el dolor de una madre que cava en la tierra con la esperanza de encontrar algo que le devuelva una parte de su hijo.
En este país, la justicia parece necesitar pruebas incontestables de lo que ya es evidente, que hay lugares donde la muerte se sembró y donde la esperanza sigue escarbando. No es un campo de exterminio, dicen. Pero ¿cómo se llama entonces ese sitio donde se desaparece a una persona y nadie la busca durante meses?
Sea como sea, las han vuelto a encontrar. Las mismas de siempre. Las que no se rinden. Las que no olvidan. Las que se niegan a aceptar que la desaparición también tenga que ser destino.