El 20 de junio se cumplieron apenas cinco meses del regreso del presidente Donald Trump a la Casa Blanca, y el balance preliminar de su segundo mandato en materia de política exterior dista mucho de ser alentador.
Durante su campaña electoral, Trump prometió resolver rápidamente dos de los conflictos más graves del panorama internacional: la guerra en Ucrania y la crisis en Gaza. Sin embargo, lejos de cumplir con esas promesas, la situación en ambos frentes se ha estancado —cuando no se ha agravado—, y la Casa Blanca no ha logrado articular una estrategia clara ni eficaz para influir en su resolución.
Más aún, el mandatario enfrenta ahora un dilema de consecuencias mayúsculas: decidir si Estados Unidos debe involucrarse militarmente en la creciente guerra entre Israel e Irán, un conflicto que de no ser contenido de manera rápida amenaza con desestabilizar la región de Oriente Medio.
Mientras Teherán intensifica su respuesta a los ataques israelíes y Netanyahu acelera su ofensiva, el margen de maniobra diplomático se estrecha, y la ambigüedad estratégica de Trump —caracterizada por amenazas imprecisas y mensajes contradictorios— incrementa la incertidumbre internacional.
En paralelo, las provocadoras iniciativas geopolíticas que el presidente impulsó al inicio de su segundo mandato —como la incorporación de Canadá como el estado 51, la anexión de Groenlandia o la recuperación del control del Canal de Panamá—, si bien no han sido formalmente abandonadas, han perdido protagonismo frente a la crudeza de los desafíos actuales.
En un escenario dominado por múltiples conflictos armados, tensiones entre grandes potencias y el marcado debilitamiento del multilateralismo, estas propuestas han quedado reducidas, por ahora, a gestos simbólicos o aspiraciones nacionalistas sin viabilidad inmediata.
La conclusión es clara y preocupante: Trump ha regresado al poder en un mundo más incierto, polarizado y peligroso que el que dejó en 2021. Pero, lejos de aportar claridad, certidumbre y seguridad, su estilo errático e impredecible de liderazgo en estos cinco meses ha contribuido a amplificar la confusión estratégica y la inestabilidad internacional. Si no redefine pronto sus prioridades y actúa con mayor responsabilidad y visión global, su segundo mandato corre el riesgo de pasar a la historia no por restaurar la grandeza de Estados Unidos, sino por acelerar su declive como potencia global confiable. El peligro es que EE. UU. pase de ser la “nación imprescindible” —como la llamaba la ex secretaria de Estado Madeleine Albright— a convertirse en la nación impredecible.