Había quedado permanentemente ciego tras caerse del caballo. Tenía escasos diez años cuando sucedió, mientras aprendía a echar al equino a galopar bajo la guía de su padre. Esa fue la vez en que de la vida aprendió que era preferible el trote constante que la carrera desbocada. "Paciencia" se convirtió en la palabra que asimiló decirse a sí mismo, y eso que casi nunca conversaba con el espejo. La vida de don Toño iba montada en pachorra, aletargada, en un ritmo distinto al de los demás del pueblo. Y eso ya es mucho decir porque, a juicio de cualquier citadino, en aquel lugar todo pasaba sin que pareciera que pasaba.
Los lugareños de Miguel Auza, allá por Zacatecas, gobernaban las mañanas, convivían con los mediodías y dejaban huérfanas a las noches. Todos conocían a todos y, por lo tanto, don Toño, hombre que llevaba ciego sesenta años, entraba sin chistar en la categoría de amigo. Aquel señor fue conocido como "el niño del caballo" durante mucho tiempo. Varias décadas atrás había dejado de preguntarse si sus coterráneos sentían pena por él, si se hacían señas cuando le miraban pasar o si se cohibían al conversar obstruidos por la idea de que la manera de pensar de aquel hombre era igual de diferente que su forma de ver.
Eso ya no le importaba. Ahora su mente estaba siempre inmiscuida en otra cosa. Algo más que aquellos cuestionamientos le ocupaba. Porque el diario vivir del señor Antonio, como no le gustaba que le dijeran, tejido comúnmente por la misma nota musical, plana, tensa y exageradamente conocida, se alteraba por una razón. Varias razones, más bien: las voces.
Conforme pasaban los años, las imágenes, los colores y los paisajes ilimitados que llenaban su mente eran alimentados por las vibraciones de las cuerdas vocales de los seres humanos que le rodeaban. Claro que aquel villorrio mexicano le otorgaba mucha tela de dónde cortar en cuestión de sonido. Por ejemplo, al pasar a eso de las seis de la mañana frente al cazo de cobre en el que freían carnitas en el local de la esquina opuesta a la plaza, la cual era barrida con enjundia por las escobas; o al caminar por los grandes arcos que abrían sus rechinantes puertas dando a la tienda de dulces, donde los empleados aventaban los paquetes de jamoncillos y Glorias recién llegados, así como al pequeño hotel con huéspedes extranjeros y a la tienda de trastos de cocina que chocaban unos contra otros debido al viento de la mañana, pues los mantenían colgados del techo y en las paredes. Llegaría también, unos pasos más adelante y guiado por su bastón, a la otra esquina donde la señora Carmen preparaba licuados para los mineros en su batidora más bien cansada (me refiero a la batidora, no a doña Carmen). Todo lo anterior lo reconocía don Toño precisamente por cómo sonaba. Pero lo que genuinamente seducía su atención eran las voces. Ansiaba la algarabía jolgoriosa que comenzaría a eso de las seis y media para poner en marcha su oído y su fascinación.
La voz es cuerpo, querido lector. Así, don Toño creaba en su mente la fisonomía de quien pasaba frente a él de acuerdo a la voz. Había ya reconocido voces rígidas, aterciopeladas e inquietantes. Él decía que había encontrado varias en forma de pasto, de piedras, de roble y de sauce. Ubicaba bien las de algodón y las de metal. Y aquella mañana llamaban su atención, especialmente, las voces de cuero, las de tabique, las de paja y las de granos de maíz. Si para alguien más los variopintos elementos mencionados no suenan, para don Toño conformaban una sinfonía interminable o una deliciosa polifonía.
Sin embargo, aquella mañana de viernes no había logrado el cometido que diariamente se proponía: encontrar una voz por la cual estaría dispuesto a pagar para llevársela consigo y que le acompañara en la soledad de su hogar, la pequeña casa de ladrillo a la entrada del pueblo. Para él, la importancia de las voces iba mucho más allá de sólo atesorarlas debido a estar privado del sentido de la vista. Ellas conformaban sus recuerdos, sus aspiraciones y sus presencias. A veces, confundiéndose, no sabía si las voces que escuchaba estaban ahí, presentes, o eran resultado de su mundo constructor de imaginaciones sonoras. Y al llegar a los sesenta años, dejó de identificar la diferencia entre las voces que oía en sueños y las que gritaban los anuncios del circo que llegaba a Miguel Auza. Incluso, en más de una ocasión, los suspiros le decían todo. Don Toño pensaba: la voz es representante historiográfica de su portador. Si la voz es un deseo por comunicar, querido lector, lo que escuchamos a través de ella son colecciones de ímpetus, ánimos y anhelos que buscan su lugar en el mundo.
Aquel día dejé al señor Toño alrededor de las diez de la mañana, después de acompañarlo en su rutina tempranera. Todavía no encontraba la voz que compraría para su amada colección. Por mi parte, hace dos días escuché una entre sueños que me anunció un buen presagio. Me pelearía con don Toño por comprarla.
Esté usted convencido, querido lector, que su voz tendría presencia en las texturas sonoras del alma de ese pueblerino zacatecano que, cada vez que podía, apostaba por la compra de una nueva adquisición vocal para su antología. Lo hacía porque así cabalgaba su propio corazón.
Le dejo una recomendación musical para su fin de semana: "Tus últimas palabras", canción de Los Tigres Del Norte (La canción favorita de don Toño)