En Europa ensayan apagones. Simulan la catástrofe, preparan víveres, entrenan a sus niños para enfrentar la noche sin Wi-Fi. El “gran apagón” lo llaman, como si el fin del mundo comenzara cuando se apagan las lámparas de IKEA.
Pero en Cuba -por ejemplo-, ese fin ya se volvió rutina. Allá no ensayan, sobreviven. Viven con el calendario del apagón como única certeza. “Hoy hay luz hasta las tres”, dicen las abuelas como quien anuncia la última bendición del día. Y cuando cae la noche, la oscuridad no es una amenaza, es el estado natural del alma colectiva. Se cocina a leña, se duerme sin ventilador, se reza sin esperanza.
En México, el sur vive a tientas. En Guerrero, una lluvia basta para cortar la luz por días. En la sierra, el alumbrado es un lujo que depende del humor del transformador más cercano. Y en la periferia de cualquier ciudad -Tuxtla, Reynosa, Aguascalientes- la oscuridad también es mapa, frontera, castigo.
Mientras tanto, Europa corre a comprar linternas. Instalan generadores y preparan kits de emergencia. Lloran por lo que nosotros ya ni sentimos. Porque el apagón, para nosotros, no es una anomalía. Es sistema. Una sombra estructural. Una metáfora de lo que somos. Países donde la luz llega con irregularidad -la justicia nunca-.
El “gran apagón” europeo tiene nombre dramático, casi shakespeariano. Aquí no tiene nombre. Acá, la luz se va y punto. Se va como se va la policía cuando hay balazos. Como se va el Estado cuando hay hambre. Como se van las promesas cuando se cruza la frontera del discurso político.
Y es entonces cuando uno recuerda a Juan Rulfo, que escribió sus cuentos a media penumbra, en pueblos donde nunca llegó el alumbrado. O a Galeano, que narraba con rabia esa América Latina con más sol que electricidad, con más petróleo que gasolina. O a los miles de cronistas anónimos que escriben desde la oscuridad literal y simbólica de nuestras calles, sin esperar que nadie los rescate con lámparas de emergencia.
El blackout del que tanto hablan en Madrid ya ocurrió aquí. Pasa diario. Solo que no lo va a filmar Netflix. Ni lo convierte el gobierno en un espectáculo de prevención civil. Aquí el gran apagón es tener que elegir entre cargar el celular o encender el ventilador. Es que la planta de luz del hospital no alcance para la incubadora del bebé. Es estudiar con velas. Es no saber si el refrigerador aguantará otra noche.
Europa teme que se apague el mundo. Acá, el mundo se apaga de a poco, y nadie tiembla. Porque nacimos sin luz. Porque la penumbra dejó de ser señal de alarma y se volvió costumbre. Y eso, lo sabemos, es lo más oscuro del todo.