Ana Paola Dávila | 09/04/2025 | 13:42
La Cuaresma, más allá de ser un periodo litúrgico, ha sido durante siglos una poderosa fuerza transformadora en la cocina mexicana. Aunque responde a una tradición religiosa impuesta desde la llegada de los españoles, con el tiempo se convirtió en un campo fértil para la creatividad culinaria. La carne se excluye de la mesa, pero lo que parece una limitación, en realidad ha abierto la puerta a una de las expresiones más ricas de la cocina nacional.
Durante los 40 días que preceden a la Pascua, se practica —al menos simbólicamente— la abstinencia de carne roja y el ayuno, en memoria del sacrificio de Cristo. Esta práctica, heredada del catolicismo europeo, llegó a América junto con los colonizadores y fue adaptada con una mezcla sorprendente de ingredientes indígenas, técnicas españolas y creatividad mestiza.
El historiador gastronómico Jeffrey Pilcher, autor del libro Que vivan los tamales!, explica cómo la comida novohispana nació de un encuentro forzado pero creativo entre dos mundos. En este cruce, la cocina indígena, rica en vegetales, maíz, chile y frijoles, se combinó con los valores cristianos y las técnicas europeas. La Cuaresma, en ese contexto, obligaba a dejar fuera del plato la carne de res, cerdo y aves, pero permitía pescados, mariscos y productos del campo.
Así surgieron platillos que con el tiempo se convirtieron en clásicos de temporada: tortitas de camarón seco, lentejas guisadas con plátano macho, chiles rellenos de queso, calabacitas con elote, arroz blanco con huevo cocido, y hasta la tradicional capirotada. En todos ellos se nota la intención de seguir las reglas, sí, pero también de alimentar el alma a través del sabor.
Uno de los platillos más representativos de esta época es, sin duda, la capirotada, un postre que combina pan duro, piloncillo, pasas, canela, queso y, a veces, cacahuates. No es un simple antojo: es un símbolo. Investigadores como Concepción Martínez han señalado que sus ingredientes representan elementos de la Pasión de Cristo: el pan es su cuerpo, la miel de piloncillo su sangre, la canela los clavos de la cruz y el queso el sudario. Más allá de su carga simbólica, la capirotada también muestra cómo la cocina de aprovechamiento se convierte en arte cuando entra en diálogo con la fe y la tradición.
En estados como San Luis Potosí, la Cuaresma también tiene sus particularidades. Las panaderías ofrecen pan de pulque, las cocineras preparan tamales de ceniza, y los mercados se llenan de pescados secos, quesos frescos, habas, papas, nopales y flor de calabaza. En las casas se heredan recetas que no aparecen en los recetarios formales, pero que viven en la memoria.
Estas comidas, muchas veces sencillas, están cargadas de simbolismo y memoria. Para muchas familias, los viernes de Cuaresma no son simplemente un día sin carne, sino una oportunidad de reconectar con sabores de la infancia, con historias de abuelas y con un ritmo más pausado en la cocina. Cocinar sin carne se convierte así en un acto de tradición, pero también de resistencia y creatividad.
Hoy, en tiempos donde la cocina basada en plantas y el vegetarianismo están en tendencia, la cocina cuaresmal mexicana cobra nueva relevancia. Sin saberlo, nuestras abuelas y bisabuelas ya practicaban una alimentación consciente, basada en productos frescos, de temporada, sin desperdicio y profundamente nutritiva. Ellas sabían que el sabor no está en la carne, sino en la sazón, el equilibrio y el cariño con el que se cocina.
La Cuaresma, entonces, no es solo un periodo de abstinencia: es una temporada de invención, de exploración de ingredientes olvidados, de regreso a la tierra. En ella se demuestra que la cocina mexicana no solo resiste las restricciones, sino que florece en ellas.