La muerte de David Bowie nos dejó huérfanos de estrellas de pop con capacidad para enamorar a la cámara y reinventarse a cada nuevo movimiento. Bien, estamos en 2017, los quince minutos de fama warholianos se han convertido en un millar de compartidos en Facebook, la música carece del poder de seducción global con el que contaba hace medio siglo y, para ser justos, hasta el propio Bowie pasó por horas bajas antes de emerger de las cenizas con sus dos últimos discos.
Así que, a sabiendas de todo ello y también de que las comparaciones son odiosas, juguemos por un instante a señalar las semejanzas entre Anne Erin Clark, más conocida como St. Vincent, y los ídolos de antaño.
Seducción de masas, titula St. Vincent a su quinto álbum. Lo hace desde una posición envidiable, como una de las artistas más respetadas por la crítica en lo que llevamos de nuevo siglo. Pero, ¿masiva? La sensación es que nunca había acaparado tanta atención como cuando se aireó su romance con Carla Delevingne. Massesuction no es el lugar al que acudir en busca de cotilleos sobre su vida privada, pero la artista nacida en Tulsa, lejos de esconderse, reivindica su categoría de icono queer en su disco más sexual hasta la fecha.
Obviamente, la sociedad ha cambiado mucho y su exposición no es comparable con la de Bowie en los setenta. Pero el posicionamiento de St. Vincent y la creación de un “personaje” -al menos desde el punto de vista estético- algo tiene que ver con aquella forma de entender el pop: la música como vehículo para mensajes de calado y el performer como la personificación de los mismos.
Algo hay también de aquel divino Bowie en la formación musical de Clark, que se hace más evidente que nunca en este disco. Technopop sofisticado (Los Ageless), funk marciano (Savior), una preciosa canción de amor a su ciudad de acogida (New York) y, sobre todo, mucho pop de arte y ensayo que -y esto es importante- no se olvida en ningún momento de que la vocación del proyecto es crecer y trascender. Y St. Vincent lo está consiguiendo.