Bajo un cielo parisino que se fundía en sombras, el Arsenal llegó al Parque de los Príncipes como un navegante en busca de un faro perdido. Cargaba con el peso de un 0-1 en contra, herencia del duelo de ida en Londres. La semifinal de la Champions pedía una hazaña: arrebatarle a un PSG feroz, empujado por su gente, el billete a Múnich. Los Gunners no solo buscaban un gol, buscaban reescribir la historia, rescatar de 2006 un sueño aún pendiente.
Desde el primer silbatazo, los de Arteta salieron como un huracán inglés, dispuestos a arrasar con el orgullo parisino. Declan Rice marcaba el pulso, Bukayo Saka encendía la chispa. El Arsenal tejía una red de pases que asfixiaba al PSG, empujándolo contra su propio arco. Ødegaard, capitán y artista, comandaba la sinfonía con la precisión de un poeta. Cada robo era una pincelada de esperanza.
Y al minuto siete, el destino amagó con escribir un nuevo capítulo. Ødegaard soltó un latigazo que volaba directo al ángulo, pero Donnarumma, gigante bajo los palos, desvió el grito de gol con una mano de mármol. Quedó tendido, herido por la potencia del disparo, y el estadio enmudeció. Minutos de tensión hasta que el portero se levantó como si desafiar al destino fuera parte de su naturaleza.
El Arsenal dominaba sin tregua. El PSG, contra las cuerdas, no encontraba aire. Pero bastó una chispa para mostrar sus colmillos. Kvaratskhelia, astuto y letal, encontró espacio y sacó una rosca que se estrelló en el poste. Un presagio: incluso en la tormenta, los dioses del fútbol mueven los hilos.
El golpe no quebró al Arsenal, que mantuvo el asedio. Jugaba con el alma por delante, decidido a resistir. Pero el PSG aguardaba su momento. Y en el 27, Fabián Ruiz recogió un rebote tras una falta, controló con el pecho y soltó un zurdazo que se coló sin pedir permiso. Un relámpago en la noche que atravesó a Raya y encendió al estadio.
Apenas un minuto después, Barcola pudo sentenciar. Corrió libre, encaró a Raya, pero su remate careció de filo. El arquero español aguantó firme. El partido pendía de un hilo. El descanso llegó con un 1-0 que sonaba a despedida: el sueño de Múnich comenzaba a esfumarse.
La segunda parte trajo un PSG más decidido, más sereno. El reloj jugaba a su favor. Los de Luis Enrique tejían pases con Fabián y Kvaratskhelia como guías, buscando matar el partido sin sobresaltos. El Arsenal, herido pero de pie, todavía buscaba una chispa.
Y en el 62, Saka encendió una. Se perfiló y sacó una rosca que voló hacia la escuadra. Era poesía en movimiento, redención en forma de balón. Pero Donnarumma volvió a emerger, volando como un ángel negro para ahogar el grito inglés. El estadio rugió. Saka quedó congelado. El instante que pudo cambiarlo todo, se desvanecía.
Minuto 73. El VAR alertó: mano en el área tras un centro de Hakimi. Penal para el PSG. Vitinha, frío como el acero, ejecutó con calma. Pero Raya, con reflejos felinos, adivinó y salvó al Arsenal del abismo. Fue un acto de fe, una última vida. Pero el golpe final llegó pronto.
Hakimi cazó un pase en el área y definió al ángulo. El 2-0 fue un puñal. El pase a la final, sellado. Aun así, los Gunners dejaron su marca. En el 76, Saka marcó el gol del honor. El 2-1 maquilló el resultado, pero no alteró el destino.
El PSG enfrentará al Inter en una final sin dueño claro. El Parque de los Príncipes, testigo de una noche de batalla y gloria, cierra sus puertas con la promesa de Múnich. El Arsenal se despide con la frente en alto, cargando sueños rotos y un verso que no pudo terminar. Mientras tanto, el PSG avanza, con su franja roja marcada por la memoria de una remontada frustrada y el eco eterno de cada gol.