España debuta este lunes en una Eurocopa tan especial en el fondo como en la forma, aplazada durante un año, desplazada de Bilbao a Sevilla, alarmada primero y aliviada después por el coronavirus y liderada por un Luis Enrique que convierte cada contratiempo en una oportunidad.
España abre el fuego frente a la Suecia con que se cruzó en la fase de clasificación y que en Solna, hace dos años, estuvo a segundos de derrotarla (lo evitó Rodrigo Moreno en el último suspiro) para avisarle que este estreno será todo menos fácil.
Puede suspirar aliviada España por la ausencia de Dejan Kulusevski en el partido de este lunes para nivelar el peso que también tendrá la de Sergio Busquets, ambos afectados por Covid-19 y esperados en la segunda jornada y no tendrá que ocuparse de la intimidación que supondría Ibrahimovic, el regresado que se cayó por lesión en abril y que no se sabe a ciencia cierta si será buena o mala noticia a fin de cuentas para una Suecia en momento de renovación, con Aleksander Isak como referencia ofensiva de un equipo al que la veteranía de su columna vertebral incide especialmente en un ritmo lento e incómodo.
La alarma que supuso esa amenaza de brote de coronavirus, que provocó la llamada urgente de hasta 17 futbolistas para formar una burbuja paralela en previsión de males peores y todo lo que se dijo alrededor de las decisiones de Luis Enrique ha quedado atrás. Es el momento del fútbol; el momento de la verdad.
España debe dar a conocer si ha dejado atrás su periodo de depresión que comenzó con el derrumbe del Mundial de 2014 y que tras la decepción de la Eurocopa de 2016 se confirmó en el maldito Mundial de Rusia o si el cambio personalizado por Luis Enrique, después de un periodo personal trágico, no alcanza para devolverle el lustre que tuvo en su momento de mayor gloria internacional.
La tan sonora como mediática baja de Sergio Ramos ha recolocado a la selección en un escenario antipático que redondea la ausencia, por primera vez en la historia, de jugadores del Real Madrid en un gran torneo para provocar algo inaudito pero no desconocido: que se espere el fracaso para cargar contra un seleccionador que ya observó en su época de futbolista qué significaba esta situación, cuando Javier Clemente borró del mapa a la Quinta del Buitre y vivió una tormentosa relación con los medios.
Y no tan olvidada si se recuerda lo que tuvo que sufrir Luis Aragonés cuando hizo lo propio con Raúl tras el Mundial de 2006, sufriendo un acoso público hoy inexplicable del que solo le salvó el fútbol, la pelota, el juego. Lo mismo a lo que se agarra hoy Luis Enrique.
El seleccionador, como Clemente o Aragonés en su día, es terriblemente fiel a sus ideas y no se devía ni un ápice de sus planteamientos. Dispuesto a ir hasta el final con ellos ha logrado, que no es poco, convertir el vestuario en una piña en que los futbolistas creen en él sin distinción. Incluso Jordi Alba, a quien apartó del escenario durante no pocos meses enel equipo nacional, está hoy a su lado en este desafío monumental que supne reconvertir a España en una potencia de primer nivel.
No es España una candidata al título como pueden serlo Francia o Bélgica. Puede incluso estar un paso por detrás de la última campeona, Portugal, de las solventes Inglaterra y Alemania y a la altura de la impredecible Holanda (Países Bajos, perdón), pero con la pelota en movimiento es obligatorio concederle crédito suficiente.
Unai, Azpilicueta y Laporte, Thiago, Fabián, Gerard Moreno, Oyarzabal, Koke y hasta Pedri están llamados a devolverle el lustre a España. De entrada Suecia. Después Polonia y Eslovaquia. A partir de ahí, el sueño... O la pesadilla.