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El laviatán lastimado

José Luis Solís Barragán | 16/03/2024 | 14:30

El Estado puede definirse como un elemento abstracto que el individuo creó, con la finalidad de garantizar una convivencia armoniosa en la colectividad, pero cumplir con dicha encomienda, implica la creación de un ente con fuerza colosal, que pueda imponerse, en la búsqueda del bien público temporal.

Thomas Hobbes concibió al Estado como aquel monstruo bíblico que representaba al Leviatán, su tamaño y fuerza titánica era comparable al concepto de soberanía que debía entenderse que, al interior de una Nación, no existía poder alguno que compitiera o se asemejara al papel del Estado.

El surgimiento de un Estado no es una cuestión del azar o de la simple ocurrencia humana, nace bajo el principio de necesidad y tiene como punto de partida, la idea del “pacto social”, es decir el individuo renuncia a una serie de derechos y/o prerrogativas, a cambio de que el Estado cumpla con funciones esenciales, tales como seguridad y justicia.

Más allá de discusiones económicas, ningún modelo desconoce que el Estado debe brindar seguridad a sus ciudadanos y garantizar la justa resolución de las controversias que se susciten en su territorio; es decir su función primaria permite el correcto desenvolvimiento de la colectividad, sin que ello implique la supresión del individuo.

El Estado es el garante del bien público temporal y a la vez del desarrollo de la persona desde el punto de vista individualista, por lo que es necesario que sirva de freno frente a los deseos y preferencia de las personas; por lo que la voluntad estatal debe prevalecer incluso frente al individuo y más frente a grupos de presión y de choque, por lo que tiene reconocido el Derecho del uso legítimo de la fuerza.
Si el Estado se diseñó como un ente titánico en el que su único límite era el ciudadano y sus derechos, es claro que la incapacidad gubernamental para cumplir las funciones esenciales nos hace considerar de forma sería el concepto del Estado fallido, es decir roto e inoperante.

La idea del Estado fallido se encuentra presente en México desde hace algunos años, arraigándose en el imaginario colectivo de forma considerable ante un clima de inseguridad desbordante que rebasa a las autoridades, y ante una serie de intereses que terminan por doblegar la voluntad estatal.

Hablar de México como Estado fallido, nos hace recordar zonas geográficas en las que parece que la autoridad se encuentra básicamente nulificada, ejemplos de ellos, son Zacatecas, Sinaloa, Tamaulipas y Guerrero.

Hablar de Estado fallido en nuestro país, nos hace pensar en materias como inseguridad, violación a Derechos Humanos e incluso la deuda histórica en materia de combate a la pobreza y a la corrupción.

México es un país que enfrenta una grave crisis de orden político, la autoridad gubernamental debe hacerse presente y cumplir con sus funciones mínimas, debe hacerse valer la fuerza titánica que implica la figura del Estado y debe resolver problemas añejos que se agravan con el paso de los sexenios o de lo contrario entraremos a una espiral de ingobernabilidad por la incapacidad de resolver los problemas públicos.

Esta semana el Senado de la República señalaba la posibilidad de desaparecer los poderes en el Estado de Guerrero, sin embargo, el problema no es solamente las autoridades constituidas, es una crisis de cultura de legalidad y complicidad, de gobiernos locales débiles y rebasados por los problemas, de un mal diseño del federalismo y por supuesto la errática visión de que el Estado tiene el monopolio de lo público.

Hoy México y particularmente en algunos Estados del país, se vive con un leviatán lastimado, con un titán reumático y torpe, con autoridades que no pueden cumplir con sus responsabilidades mínimas y que mandan un mensaje de que nos acercamos al fatídico Estado fallido.

Un Estado fallido es sinónimo de caos, por ello, lo que pasa en Guerrero y en muchos de los Estados de la República no debemos considerarlos hechos aislados o lejanos a nuestra realidad, sino que debe ocuparnos el encontrar la forma en que pongamos freno a la crisis que vivimos.

No permitamos que grupos de interés o incluso criminales, que una clase política o individuos, continúen lastimando al leviatán, al Estado, porque vivir en un Estado fallido implica la incapacidad de garantizar a los ciudadanos el ejercicio de derechos fundamentales como la libertad, la propiedad, en materia económica y por supuesto políticos.

Dejar que sigan lastimando al Estado, es autoflagelarnos nosotros, lo que recuerda aquella historia de Martin Niemöller: “Primero vinieron por los socialistas, y guardé silencio porque no era socialista. Luego vinieron por los sindicalistas… Luego vinieron por los judíos, y no dije nada… Luego vinieron por mí, y para entonces ya no quedaba nadie que hablara en mi nombre.”

El Estado necesita con urgencia ciudadanos que alcen la voz a nombre de él, y con ello frenar la crisis política que vivimos y que nos afecta a todos, pero particularmente a los grupos más vulnerables.