¿Se puede producir madera sin talar ningún árbol? Japón dice que sí, o, mejor dicho, así lo demuestra una de sus prácticas centenarias: el daisugi. Este método de silvicultura permite la producción de madera de alta calidad al mismo tiempo que fomenta el crecimiento y la productividad de los árboles, y, sobre todo, contribuye a preservar los bosques y sus ecosistemas.
Originario del área de Kitayama, en Kioto, el daisugi se remonta al siglo XIV, en la época del periodo Muromachi. Su nombre puede traducirse literalmente como «mesa o plataforma de cedro». Fue la fórmula perfecta que encontraron los habitantes de esa zona montañosa para hacerle frente a la escasez de materia prima, debida principalmente a la falta de espacio horizontal que ofrecen las laderas empinadas.
Pero, ¿de qué se trata específicamente? Esta técnica tradicional consiste en cultivar árboles –especialmente sugis, una variedad de cedro japonés– de forma vertical. Esto significa que, en vez de cortar los árboles, sembrar otros y luego esperar décadas a que crezcan de nuevo, los silvicultores los van podando –como si de bonsáis se tratara– para que surjan nuevos brotes y no solo uno. Estos, a su vez, crecen de forma uniforme, rectos y sin nudos, sobre una suerte de «mesa» que crea el árbol original –de allí su nombre–. De cada árbol pueden salir decenas de vástagos, con troncos más flexibles que los nacidos a ras de suelo.
En el pasado, el daisugi era utilizado para producir vigas y postes para la construcción de templos y edificios y también para los salones del té y las alcobas de la arquitectura residencial. Actualmente, aunque la madera de cedro se utiliza sobre todo para producir muebles, suelos y otros objetos de decoración o artesanías, el daisugi permanece vigente en jardines ornamentales. E incluso algunos arquitectos contemporáneos han echado mano de él para utilizarlo en sus construcciones. Es el caso del arquitecto japonés Kengo Kuma, quien ha usado la madera obtenida a través del daisugi en algunas de sus obras, famosas por no perturbar el equilibrio del entorno natural. De hecho, Kuma ha sido reconocido por su empleo y experimentación con materiales naturales y porque sus obras mantienen una relación profunda con la tradición japonesa.
A pesar de tener más de 600 años de existencia, en tiempos de calentamiento global, el daisugi demuestra que antiguas técnicas de gestión forestal pueden ofrecer respuestas ante el interrogante de cómo hacer frente a la deforestación en un mundo de hiperproductividad y sobreexplotación.
Además de ser fuentes de vida –y de oxígeno–, los bosques juegan un rol fundamental en la refrigeración planetaria y en el almacenamiento de carbono. Los árboles ayudan al ciclo hidrológico, devolviendo el vapor de agua a la atmósfera. Sin la cubierta arbórea, los suelos pueden secarse rápidamente y volverse tierra yerma. Asimismo, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), más del 25% de la población mundial depende de los recursos forestales para la consecución de sus medios de vida.
No obstante, se calcula que, en el último medio siglo, se ha arrasado con un 15% de la superficie vegetal del mundo, el equivalente a España, Francia y Portugal juntos. De acuerdo con un informe de WWF de 2021, solo en los últimos 13 años, más de 43 millones de hectáreas de bosque han sido devastadas alrededor del mundo. Si bien el estudio subraya a la Amazonia, el África central, el Mekong, Indonesia y la Selva Maya como los puntos críticos de la tala indiscriminada, no cabe duda de que el planeta entero sufre las consecuencias de perder árboles.
Ya decía James Lovelock, el reconocido meteorólogo de la hipótesis Gaia que ve a la Tierra como un sistema que se autorregula, que, «tristemente, es mucho más fácil crear un desierto que un bosque». En Japón, sin embargo, el panorama se ve un poco más verde: con el daisugi es posible crear pequeños bosques sobre un solo árbol.