En medio de los amarillos Andes, hay un océano de colores. Tonos terrosos y azules en los textiles que las mujeres quechuas bordan para crear ricos tejidos o prendas sofisticadas para clientes que buscan contemporaneidad.
Tonos rojizos y amarillentos que se encuentran, combinados con los verdes, en platos como el Lomo Saltado, el arroz aculandrado o la huancaína.
Fosforescencias que están en las tiendas de arte bordado o esculpido, bruñido, y pintado, que se ven en los aparadores generosos del Mercado de San Pedro o en las miles de tiendas que muestran una cultura híbrida que conserva sus detalles históricos, pero que se adapta al siglo XXI como un lugar que muestra y conserva toda la esencia Latinoamericana de conquistas, adaptaciones y por supuesto, experiencias sin igual para el turista.
Eso es Cusco, y en el hotel JW Marriott El Convento por supuesto, confluyen todos estos tonos de maneras sutiles, y sin prisas, con un servicio excepcional.
El hotel, que obviamente alguna vez fue un símbolo del cristianismo invasor (ese que ahora se cuela exquisitamente en el arte neocolonial y popular peruano y su barroquismo casi kitsch), como muchos lugares en Cusco fue impuesto sobre las ruinas que dejó el poderosísimo, organizado y sofisticado imperio incaico.
Todas esas capas de historia las combina el hotel en su museo, dedicado a preservar este patrimonio cultural, así como el cuidado de la estructura colonial y republicana que apareja un diseño contemporáneo que combina lo clásico con lo originario.
Esto, en una combinación imponente, pero acogedora que se expresa a través de muebles que reflejan auras acogedoras, espacios de inspiración contemporánea y textiles, por supuesto, de origen indígena.
Pero eso sería quedarse corto ante uno de los hoteles con más belleza de América Latina: uno que brilla por tener un jardín que podría ser inspiración para una próxima película de Disney, donde las luces, las fuentes y el sol brillan según se ubique el huésped.
Puede ser en un sofá, para trabajar, mientras ve las obras de arte que el hotel patrocina, de autores que combinan su visión de ‘peruanidad’ a través de lo figurativo o lo abstracto o de los artesanos del textil que venden sus creaciones. O desde una mesa, para ver las plantas y hierbas tradicionales que se dan en el país. O, incluso, para acercarse a acariciar a Panchita, la baby alpaca que con su cuidadora enternece a los turistas.
O incluso, se puede tomar un vino caliente en la fuente, iluminada mágicamente en la noche para los huéspedes del Marriott Bonvoy, el servicio especial que existe en todos los hoteles de la cadena y que brinda tanto en espacios públicos como en espacios privados un servicio de primerísima calidad, con detalles personales que incluyen dulces de cada región de Cusco hasta cuidados diarios de la estancia del huésped en su habitación, como organización de sus pertenencias personales, servicio de spa y clases privadas que le acercan a la inmensa cultura local.
Y eso no solo se extiende a los espacios comunes: luego de recorrer la Plaza de Armas, las iglesias con su invaluable arte colonial y las tiendas de souvenirs o moda, arte y tradición, puede llegar a relajarse a su cama king size o tomarse un baño de tina con sal de Maras, la más tradicional que hay en el país y cómo no, ver algo en Netflix o escuchar jazz mientras se consiente.
Pero, si lo suyo es el spa, puede ir a un lugar apartado de todo -literalmente- bajo el hotel, que tiene su propia piscina, baño turco, jacuzzi y sauna y por supuesto, un servicio de masajes que combina rituales prehispánicos con técnicas de relajación contemporáneas.