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Minutario; Escenas con Monsiváis

Guillermo Sheridan
El Universal | 22/06/2010 |


No fui amigo de Carlos Monsiváis. Nos saludábamos si nos encontrábamos y platicamos algunas veces. Leí muy joven su “Antología de la poesía mexicana moderna” (1966), aproveché sus lecciones y enderecé mi gusto. Luego leí su Autobiografía precoz, que me pareció de lo más simpática. Yo era un muchacho, y encontré formidable esa escritura viva, irreverente y desparpajada.

Un día, supongo que por 1966 o 67, se apareció en Monterrey para dar una conferencia. Era en un auditorio de la Universidad de Nuevo León, en el centro de la ciudad, y cuando llegué ya estaba repleto, cocinándose al vapor. Monsiváis leía con monotonía y gravedad un refrito de su prólogo a la Antología. De pronto leyó un poema de Juan de Dios Peza, del que se burló sin misericordia, y se lo atribuyó sin pestañear a Jaime Torres Bodet. Mi sobresalto se amedrentó ante la solemne seriedad del auditorio. Comencé a divertirme en silencio con cada nueva, absurda atribución, pero cuando leyó algo de Pellicer y dijo que era de la insigne poeta Consuelo Guerrero de Luna solté la carcajada. Monsiváis volteó a verme con un gesto burlonamente admonitorio.

Las pocas veces que charlamos fue en capitales extranjeras, donde coincidíamos con excusa académica. La charla solía irse en decir que un día tendríamos que vernos para platicar de poesía. Una vez, luego de una encerrona de cinco ponencias infinitas en la Sorbona, me invitó a escaparnos al Museo d’Orsay, que se acababa de inaugurar. Caminamos platicando a gusto sobre narradores norteamericanos. Cuando entramos al museo se detuvo ante el fantástico espectáculo del patio central, lleno de estatuas, y dijo entre azorado y rencoroso: “¡Qué bien les sale todo a estos cabrones!” Luego, mientras yo tomaba un café y él una coca cola, hicimos un concurso de decir poemas de memoria. Dije uno de Pellicer y, obviamente, cuando se lo adjudiqué a Consuelo Guerrero de Luna me preguntó que por qué había dicho eso. La venganza es dulce.

Creo que la última vez que lo vi fue en el zócalo, en el 2000. Una docena de esculturas de Juan Soriano había sido instalada en la esquina suroeste de la plaza para deleite e ilustración del pueblo. En esos tiempos yo estaba al frente de una fundación cultural y tenía que asistir a ese tipo de actos. Luego de ver a la gente y de saludar a las esculturas empezó a llover. El público se fue en bola detrás del que era jefe de gobierno rumbo a un palacio aledaño a comerse un petit four. Preferí quedarme en los portales esperando que escampara. Cuando dejó de llover, crucé hacia la plancha del zócalo, agradecido con el espectáculo de la plaza empapada.

De pronto se apareció Monsiváis. Me preguntó que dónde estaba la gente y le señalé el palacio al que se habían metido. Me dijo que tendríamos que vernos para… “para platicar de poesía, claro”, completé la frase. “Quizás lo mejor sea que ya recojas tus ensayos sobre poesía en un libro”, le dije. “Vamos a ver las esculturas”, contestó. Llegamos a la esquina. “¡Qué bien les queda todo a estos cabrones!”, dije. De pronto, una señora se acercó: “¿Cómo le va señor Monsiváis?” Y luego una pareja hizo lo mismo. Y luego unos jóvenes lo rodearon gritando “¡El Monsi, el Monsi, buena onda!”… A pesar de su aire abrumado, mientras saludaba y daba autógrafos en cualquier papel a la mano, era obvio que lo disfrutaba. Luego, una señora llegó corriendo arrastrando a un niño de cinco o seis años: “¡Señor Monsiváis, señor Monsiváis!”. Se le plantó enfrente y le hizo una petición rarísima, sobre todo dirigida, como lo era, a un escritor: “¿Le podría porfavorcito poner las manos al niño?” Con absoluta seriedad, Monsiváis levantó las manos y las puso en la cabeza del niño, solemnemente, por unos segundos. Qué cosa más rara, dije para mis adentros. Sí, me contestaron.

En ese justo momento se apagaron las luces de la Catedral.