Hay un lugar en Europa donde no hay carreteras, hoteles, radio, televisión, y donde desde hace mil años la presencia de las mujeres está prohibida. Este lugar existe en el norte de Grecia, en el Monte Athos, en un centro de oración y búsqueda de Dios en el cual residen mil 600 monjes.
En este lugar, denominado la “Montaña Sagrada” que preside el águila bicéfala de Bizancio, fue visitado por el medio ABC.es, mismo que compartió una serie de fotografías sobre el lugar.
El recorrido inició en “Ágion Oros”, en un país que riñe con el progreso y la herencia del Imperio Bizantino que fue abatido tras la toma de Constantinopla por los turcos en 1453. Una parte de ese imperio sobrevive milagrosamente, más de diez siglos después de su levantamiento, en este rincón del Mar Egeo. Allí se erige hoy la última república monástica autónoma del mundo con sus 20 monasterios ortodoxos y la única presencia femenina de la Virgen María, la “Señora” en este llamado “Jardín de Athos”.
Para llegar al lugar es necesario una autorización para viajar al monte santo, denominada “diamonitiron”, y solo se obtiene una vez que las autoridades religiosas de Tesalónica y las políticas del gobierno de Macedonia dan el visto bueno.
El procedimiento habitual para llegar a Athos es en barco. La panorámica impacta, pues estas auténticas fortalezas que surgieron en los primeros siglos del Imperio Romano de Oriente eran inexpugnables con sus altas torres, logrando guardar en su interior no solo la fe religiosa intacta, sino un impresionante ramillete de tesoros suntuosos (libros, íconos, frescos, lámparas, joyas…) donados por reyes y emperadores. Fuera de estos recintos la riqueza dio paso a otro tipo de vida de retiro, protagonizada por ermitas y ascetas que todavía hoy continúan vagando por los caminos más aislados de la península.
Los mil años sin mujeres
Jakobos es un hombre querido en toda la comunidad de monjes. Aunque vive en Ouranopolis (“la última localidad griega”), siempre es bien recibido en cualquiera de los monasterios. Califica la vida de los monjes como una “muy dura”, y sobre la permanente prohibición femenina en la república, denunciada por la Comisión Europea y las propias mujeres, contesta con rotundidad: “durante mil años solo ha habido hombres aquí y debe seguir siendo así. Solo queremos a la Madonna que veneramos profundamente. ¿Alguien se ha preocupado si en los monasterios del Dalai Lama había mujeres o no?”.
Las puertas al final del día quedan entonces cerradas herméticamente hasta el amanecer y a continuación los peregrinos se preparan para conocer sus aposentos. Hay calefacción, ducha, cuatro toallas individuales y luz eléctrica, aunque no siempre las comodidades son esas. Mientras tanto, los monjes, esos hombres de larga barba y negras túnicas, comienzan sus oficios religiosos dentro del Katholikon.
El principal servicio es la Santa Liturgia que puedo seguir desde un banco de la entrada. Se puede estar sentado o de pie pero nadie debe cruzar sus piernas ni mostrar una postura incorrecta.
En la semioscuridad
La atmósfera es lúgubre pero mágica. La tímida luz de cirios y velas deja ver los pálidos rostros de los monjes que participan cantando con energía himnos a la Madonna (como “Kyrie Eleison”) o besando los íconos de la Virgen, siempre con rostro dulce, o de San Juan Evangelista que presiden la entrada del Katholikon.
Al fondo un Cristo Pantocrátor es testigo de esta “fiesta del hombre que busca su unión con Dios”. En la semioscuridad de las tres naves se palpa la intensidad de la oración. Es un escenario casi teatral donde los iconos, las lámparas de aceite, los cirios, las cruces que suben y bajan en el templo y el intenso olor a incienso toman también un protagonismo especial entre un ir y venir incesante de los monjes. Uno se siente trasladado a otro lugar fuera del tiempo.
Al final de la liturgia, llega la hora del descanso nocturno (para los invitados, claro), pero un nuevo oficio espera al grupo a las siete de la mañana tras la cual se asiste a la comunión entre lo celeste y lo terrestre.
La comida principal del día es fijada a las diez y media de la mañana, por lo tanto, no existe el desayuno como tal. Peregrinos primero y monjes entran en el refectorio, buscan su ubicación sin mezclarse y todos en silencio comen mientras un monje lee un texto espiritual desde el púlpito.
Patatas cocidas, aceitunas, queso, uvas, alguna legumbre, agua y un vaso de vino forman el menú de los monjes. Solo en casos excepcionales se degusta pescado y algún postre festivo. La carne casi nunca se consume. El calendario culinario de los monjes tampoco ofrece dudas: lunes, miércoles y viernes (una comida) y martes, jueves, sábado y domingo (dos). Aún así, cumplen con la norma de dar de comer al hambriento y reparten al año más de 25 mil almuerzos.
Los monjes siempre insisten en la misma idea: no quieren que su Montaña Sagrada sea vista como “un museo vivo en un rincón perdido de la Tierra”, sino un lugar para el fiel y la contemplación divina, libre de las influencias del mundo exterior.