MÉXICO, D.F.
El Universal | 22/09/2008 |
El asalto militar al Casco de Santo Tomás en aquel México
de 1968 ocurrió tras casi 12 horas de combate de granaderos y Policía Montada
contra estudiantes del Instituto Politécnico Nacional (IPN) que negaban la
rendición.
Iba a amanecer, luego de la madrugada más sangrienta del
movimiento estudiantil, cuando al escuchar las tanquetas formarse frente a la
Escuela Nacional de Ciencias Biológicas (ENCB), en el cercano Hospital de la
Mujer, una enfermera lamentó con el alma:
-¡Van a matar a los muchachos!
De sangre fue el precio de la defensa de ese sector del
IPN, ocurrida desde las 17:00 horas del día anterior, el 23 de septiembre,
hasta el amanecer del día 24.
Más operativos culminaron con la ocupación de Zacatenco,
las vocacionales 7, de Tlatelolco, así como las 6 y 3, cercanas a Santo Tomás.
La desarticulación del movimiento estaba en un punto sin retorno a la vía
política.
Cayó la última trinchera estudiantil, defendida por jóvenes
con miedo a morir, tanto como a vivir bajo la tortura que esperaba a los
sobrevivientes; pelearon con piedras, palos, resorteras, tubos, bazucas
hechizas, bombas de gasolina, balas de clavos.
Su coraje era superior a los rudimentos de guerra de
guerrillas con que mantuvieron a raya a los granaderos.
Igor de León, quien era médico del Hospital de la Mujer de
ese barrio, presenció el combate, y 20 años después publicó "La Noche de
Santo Tomás", libro en el que expresa:
"Hoy he visto choques sangrientos; enfrentamientos
desiguales; ambos (bandos) están armados, ¡pero qué diferencia de armas!
Pistolas calibre 22 contra rifles M-1, bazucas contra bombas Molotov. De un
lado están elementos capacitados para el uso de armas; son técnicos. En cambio,
en el otro, apenas si saben usarlas".
Los soldados rodearon Ciencias Biológicas y parte de los
estudiantes subió a la azotea. Uno de ellos usó un magnavoz y habló mientras la
tropa tomaba posiciones de ataque.
-¡Sepan que no tenemos miedo! ¡Podrán callarnos, sólo si
nos matan; pero no podrán ocultar nuestra razón!
Desde la oscuridad, la voz joven gritó a otra oscuridad, la
de su tiempo:
-¡Viva la olimpiada sangrienta! ¡Viva el hambre y la
miseria!
El doctor De León relata que en la voz del estudiante había
angustia. El joven que gritaba estaba perdido, dice, y afrontaba su destino.
Otro grupo peleó cuerpo a cuerpo en la entrada de la
escuela con soldados que rompieron cráneos, costillas, acuchillaron muchachos;
los arrastraron y subieron a camiones.
-¡Asesinos!, ¡malditos! -gritaban enfermeras del Hospital
de la Mujer.
La revista francesa L'Express informaría que en ese ataque
hubo 15 muertos, y que en los combates se dispararon más de mil tiros. La
información oficial del día redujo el marcador a tres muertos y 45 lesionados.
Con ese exceso de violencia, el movimiento estudiantil
perdió su último bastión. Cinco días antes, el Ejército había ocupado las
instalaciones de la UNAM, sin un disparo, con el aplauso de los líderes del
Congreso, del PRI e intelectuales, como Salvador Novo.
Las crónicas del conflicto apuntan la toma de CU y la
renuncia no aceptada del rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, como los
eventos más relevantes de esos días, marcados, sin embargo, con sangre.
La desarticulación del movimiento era progresiva: Heberto
Castillo, quien dio El Grito en CU la noche del 15, desde el 18 vivió escondido
hasta su captura; Eli de Gortari fue detenido el 23. Lecumberri los recibiría.
Aunque el movimiento no se rendía, pese a la violencia en
contra, los días de protestar estaban contados.
Federico Emery Ulloa (Física), un politécnico dirigente
estudiantil, expresa en un ensayo: "La toma del Casco de Santo Tomás fue
muy importante". La defensa fue "con tubos, cohetes,
chinampinas". Los granaderos necesitaron al Ejército.
En 1998, la UAM publicó ese testimonio de Emery, en el que
también figura el de otro politécnico, Sócrates Campos Lemus (Economía):
"Los muchachos de la Universidad, aunque buenos para la oratoria, iban por
los del Politécnico para hacer el trabajo duro".
Por eso en la toma de CU, los alumnos salen cantando el
Himno Nacional. En cambio, "la toma de nuestras escuelas fue muy violenta;
no salíamos levantando los deditos con la V de la victoria".
Pone atención en una condición propia del IPN: "muchos
vivíamos en casas del estudiante" y había grupos regionales de Sinaloa,
Chihuahua, Sonora, Oaxaca, lo cual daba a los estudiantes del Politécnico una
gran identidad; no había separación de clases.
Otra de las crónica recopiladas por la UAM, de Moisés
Ramírez, hace hincapié en que "lo más violento fue la toma del Casco de
Santo Tomás". Habla de heridos, no de muertos.
Una enfermera del Hospital Rubén Leñero, consultada por
este diario, dice que entró a la ENCB, tras los soldados y vio la saña con la
que eran golpeados los heridos, que se encontraban agonizantes, junto incluso
de compañeros que habían fallecido en el ataque o desde días antes.
Había muertos a causa de infecciones en heridas, que
contaminaron con sus bacterias a la sangre. Era septicemia. Los jóvenes habían
sido curados de lesiones con material de laboratorio experimental, sin
condiciones de higiene, ni medicamentos.
"Nunca voy a olvidar al soldado que atacó con saña a
un moribundo. Pateó el cuerpo y dejó marcados los estoperoles de su bota en la
frente".
La toma del último bastión fue programada. Primero fue
incendiada una patrulla, luego dos motocicletas de Tránsito. El pretexto estaba
a la vista. Los estudiantes tenían reforzadas sus barricadas. Se tendió un
cerco policiaco. Pero los granaderos y sus gases lacrimógenos no pudieron. Los
siguió la Policía Montada, y en la refriega se sumaron, como era costumbre, el
resto de las policías: Secreta, Federal de Seguridad; Judicial Federal y del
Distrito Federal.
Noche y madrugada hubo tiroteos y terror. Como el que causó
ese automóvil en marcha con los faros apagados que iba a la caza de lo que se
moviera, fuera estudiante, vecino, niño, ama de casa o de quienes estaban en
medio, los reporteros y fotógrafos.
Desde el inicio de los tiroteos, con luz diurna, los
reporteros atrapados entre los dos fuegos, necesitaban enviar reportes a sus
redacciones. Para ello utilizaron un teléfono público, justo en la tierra de
nadie. Dictaron sus notas tirados en el piso, después de marcar de pie, a la
vista de los tiradores.
Un helicóptero reforzó la movilización de la Policía
antimotines, que se desplegó en el entorno habitacional popular y cerró las
salidas.
Lo más violento del ataque empezó a las 19:00 horas. Ramón
Ramírez resalta que había en la zona mil 500 granaderos, que irrumpieron
golpeando transeúntes y comerciantes.
Había en Santo Tomás dos mil alumnos, que colocaron 30
vehículos como barricadas, abrieron zanjas, bloquearon calles y derrumbaron
postes para evitar el paso de vehículos policíacos y militares.
A las 21:00 horas hubo un corto circuito y después "el
tiroteo se intensificó, sobre todo en las arboledas, donde granaderos y
estudiantes luchaban pecho a tierra".
En los primeros minutos del 24, el general Gustavo Castillo
salió de su cuartel y se dirigió, primero, a la Unidad Profesional Zacatenco,
que llevaba tres días de enfrentamientos con la Policía. Entró con carros
blindados y mil soldados, así como con 150 judiciales. El saldo oficial fue de
33 heridos, y sólo "se habló" de un muerto, indica Ramírez en su
obra.
A las tres de la mañana, el general Gustavo Castillo se
dirigió a Santo Tomás, con 600 soldados, equipados con 15 carros blindados,
rifles M-1 y lanzagranadas, "que no hacían mella en la resistencia del
Casco".
Hubo varias balaceras, hasta que el militar impuso la
fuerza.
La crueldad fue extrema, como el olvido de 40 años sobre el
episodio.
El profesor politécnico Fausto Trejo dice que hubo más de
30 estudiantes asesinados. Muchas víctimas quedaron en los sótanos.
Horas antes de esa página negra renunció a su militancia de
38 años en el PRI, el jurista Raúl Cervantes Ahumada, por el ataque a la
Universidad. El resto del sistema calló.
El antropólogo Arturo Warman acusaría la tardía reacción
del embajador de México en la India, Octavio Paz, quien renunció al cargo hasta
después del 2 de octubre.
Ramón Ramírez precisa que en ese último tramo, antes del
sacrificio del 2 de octubre, hubo intensa actividad estudiantil en Nuevo León,
Morelos, Baja California, Chihuahua, Tamaulipas o Oaxaca.
El movimiento estudiantil intentaba ganar apoyos regionales
y de sectores populares y sindicales. Confirman esta actividad, los
señalamientos de Iván Uranga de que había activismo en las colonias Morelos,
Peralvillo y Guerrero. Los vecinos "eran combativos, gritaban, y llevaban
sus mantas con orgullo".
Intelectuales afines al movimiento, en un desplegado del 17
de septiembre, urgieron el diálogo y que el Estado dejara la posición
intransigente.
La respuesta fue la toma de la CU, el 18, a lo que
replicaron al día siguiente con la exigencia al Presidente de la República:
"acate la Constitución".
Sin embargo, lo que estaba en el campo de batalla era el
plan para desarticular el movimiento.
El día 21 ocurrió el ataque a la Vocacional 7, en
Tlatelolco, y en esa fecha el rector Javier Barros Sierra se instaló en la Casa
del Lago y el bloque de 200 intelectuales adversos a Gustavo Díaz Ordaz
denunció "la clausura oficial de todo proceso democrático", y exigió
la libertad de los detenidos, que eran miles.