Eduardo José Alvarado Isunza
ealvaradois@yahoo.com | 22/08/2008 |
Commo sucede cada cuatro años, cuando vienen a celebrarse
los denominados “Juegos Olímpicos”, vuelve a desplomarse sobre el espíritu de
los mexicanos una especie de síndrome de frustración y desconsuelo, a causa de
las derrotas de nuestros deportistas.
Preguntas
acerca del por qué no somos capaces de triunfar en las distintas disciplinas
deportivas y cuáles son los motivos de las derrotas, acompañan a los fracasados
esfuerzos de nuestros jóvenes en esas competencias.
Es como si
cada esfuerzo inútil de nuestros muchachos en el tartán, en el césped o en el
agua, por conseguir una medalla olímpica, consistiese en un acto de
reivindicación de la raza mexicana frente a las otras razas y pueblos del
planeta.
Cada
tropiezo de nuestros atletas es como un navajazo en la piel de nuestro
espíritu. Parecería como si estuviésemos condenados por un dios maldito a sufrir
eternamente las derrotas, todo por haber sido derrotados en la defensa de
Tenochtitlán.
Buena
culpa de este sentimiento de fracaso y dolor la tienen nuestras empresas
informativas, principalmente aquellas de la televisión, aunque ninguna otra
escapa a tener su pequeño pedazo de culpa. Ellas han participado en la
enajenación del deporte.
Por
supuesto, también participa nuestro sistema educativo y nuestros profesores de
este sentimiento de ruina y tristeza, que nos mete hasta los huesos cada
esfuerzo inútil de nuestros deportistas en el escenario Olímpico.
Nuestras
escuelas son parte del sistema de dispositivos de enajenación, diseñado por el
capitalismo depredador y criminal para hundir a la humanidad en la idiotez; y
los profesores son disciplinados ejecutantes, aunque sean inconscientes de esa
tarea.
Está claro
que los mexicanos no sufrimos alguna deficiencia genética que nos impida
competir de igual a igual frente a otros. Allí está el reciente caso en Pekín
(como a mí me enseñaron, aunque ahora dicen que es Bijing) del hijo de una
bracera mexicana.
Henry Cejudo, cuya familia huyó
del hambre y la imposibilidad de tener una vida digna en México, así como
millones más, y que bien pudo haber terminado aquí como drogadicto o perseguido
vendedor de piratería, ganó oro en lucha.
Tampoco es cosa de psicología,
como quieren hacerlo creer quienes medran de ese conocimiento. Eso de que los
mexicanos no ganemos ni siquiera medallas de piúter en las competencias olímpicas, tiene muchas posibles
explicaciones.
Todos sabemos cuáles son sus
causas. Indudablemente unas tienen que ver con la corrupción, que es el
tremendo cáncer que sufrimos. ¿Cómo es posible que un mafioso como Mario
Vázquez Raña tenga más de 30 años como dirigente deportivo?
Sin embargo, creo que todo es
resultado de un perverso proceso de enajenación, dirigido por grupos de poder
para convertirnos en costales de cebo y en simples espectadores de las hazañas
de personas que nos presentan como cuasidioses.
Tenían razón los espartanos con
su forma de educación. Ellos sabían bien que el verdadero ciudadano de su
patria debía saber defenderse a sí mismo, a su familia y a su patrimonio.
Dormía junto al arado y junto al escudo y la espada.
Durante muchos años en México,
después del triunfo de la Revolución, se consideró aquella escuela espartana
como un modelo a seguir por la educación del Estado. Desde niños debía
prepararse física, intelectual y militarmente a los ciudadanos.
Casi todos los deportes tienen
origen militar. Allí están la lucha, el lanzamiento de jabalina, el boxeo, el
judo, el tae kwon do, la carrera con obstáculos, el triatlón, etc. Además todo
deporte constituye una forma de disciplinar el cuerpo; de controlar apetencias.
También por años vivimos bajo aquella
tesis: “Mente sana en cuerpo sano”. Y, de esa forma, en nuestras escuelas
buscaba ofrecerse una disciplina deportivo-militar. Esos niños serían los
ciudadanos que construirían una patria en donde todos tuvieran justicia.
Con ese ideal se organizó el
servicio militar obligatorio. Nuestros viejos recuerdan todavía cómo, al
cumplir 18 años, debían ir a los cuarteles a recibir adiestramiento castrense.
Debían aprender a disparar y limpiar armas, así como otras técnicas de guerra.
Sin embargo, la derrota política
de los revolucionarios (cosa que quizás sucedió en la sucesión presidencial de
Lázaro Cárdenas) y la profundización de la injusticia social en el campo y la
ciudad, ocasionó también este proceso de enajenación que hoy sufrimos.
Debido a los alzamientos armados
y movilizaciones masivas, como la del 68 y su secuela en la “Guerra Sucia” de
los 70s, los grupos de poder y su Estado quizás observaron que debía
renunciarse a seguir con aquel ideal pedagógico.
Después de la matanza de
Tlatelolco fue prohibida la venta de armas y municiones en los comercios. Yo
era todavía niño y no podía explicarme la razón de ese suceso. Asimismo, el
servicio militar obligatorio se convirtió en una idiotez sin sentido.
Comenzó a desaparecer la
educación deportivo-militar en las escuelas. Por cierto, este espacio de la
cuestión sigue teniendo una flamita encendida. Existen escuelas y profesores
que buscan seguir por ese camino. Pero el Estado se encarga de apachurrarlos.
Otra nota de esta política puede
observarse en la situación de abandono en que se encuentran las instalaciones
deportivas populares, construidas todavía por el Estado que se daba el nombre
de “nacionalista revolucionario”.
No sólo se dejó que esos campos
fueran siendo destruidos por el tiempo y se acumulara basura en ellos; también
se renunció a tener profesores que condujeran sabiamente a los niños en las
distintas disciplinas deportivas.
En vez de conducir a los niños
hacia una disciplina deportiva y hacia la formación castrense, los grupos de
poder y su Estado han concentrado sus esfuerzos en la enajenación televisiva,
que convierte a los ciudadanos en espectadores obesos de la hazaña deportiva.
Esta cuestión del deporte se ha
constituido en una práctica reservada a protohombres. Bajo un discurso político
perverso se hace creer a la sociedad que hay esfuerzos para llevarnos a las
glorias olímpicas, a través de Centros de Alto Rendimiento.
Así nos encontramos ante otro
momento de este proceso histórico de enajenación. Una de las cuestiones básicas
de la práctica deportiva tiene que ver, como decía arriba, en la formación
disciplinar del ser humano y en convertirse en dueño de su propio cuerpo.
También tiene su relevancia en
cuanto acción humana que nos permite interactuar con otros semejantes,
entretenernos, recrearnos y mantenernos saludables. ¿Qué me importa a mí si un
taekwandoín mexicano ganó oro en Pekín, si yo soy un bulto fofo?
Este detestable sistema de la
barbarie capitalista ha convertido una actividad humana tan disfrutable, como
las distintas disciplinas deportivas, en una mercancía más. Vemos en pantalla
cómo el deporte lo practican seres notables, mientras comemos basura.
Otro aspecto de este proceso de
enajenación tiene que ver también con la cruel explotación de los sentimientos
de patria y de raza que hacen los medios masivos de difusión. A nadie debería
importar si un mexicano pierde o gana en una Olimpiada.
Esos juegos deberían verse como
una fiesta de la humanidad, en la que sólo debe reconocerse el esfuerzo de cada
deportista en forma individual. Esto llevaría a renunciar a tocar himnos
nacionales, mostrar cuadros de medallas por naciones y mostrar banderas.
No es así precisamente porque
estos Juegos Olímpicos (y todos los de su especie) forman parte de la
artillería ideológica con la que el sistema del agandalle y la crimininalidad
capitalista nos dispara incesantemente para mantenernos sumidos en la estupidez.
San Luis
Potosí, S.L.P., a 21 de agosto de 2008.