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La mala mezcla


Desde que llegó al Congreso, la iniciativa de reforma energética presentada por el presidente Calderón tuvo pocas posibilidades de éxito. No sólo por la oposición frontal de la izquierda y la amenaza de un nuevo ciclo de polarización política, sino por el contenido mismo de la propuesta. Sin tocar los problemas de gestión que afronta la empresa, ni los intereses del sindicato, ni las rentas petroleras transferidas a los estados, la iniciativa nació como si fuera ya el resultado de una mala negociación previa.

Aun cuando fuera aprobada en sus términos, los problemas principales de la gestión de Pemex no serían resueltos por esta reforma, ni mucho menos los que atañen a los desafíos fiscales que afronta el país. La iniciativa apuesta, más bien, por la capacidad del dinero privado para descargar al erario de las inversiones que tendría que hacer para producir más gasolinas y mejores medios de transporte. Quiere depositar en las grandes empresas privadas una parte del costo que reclamaría la puesta al día de la infraestructura petrolera, a cambio de contratos seguros para obtener la tecnología que permita incrementar el caudal petrolero del país, en el menor plazo posible. Una transacción que se propone conservar la propiedad original del petróleo, pagando sin embargo los precios que los particulares exijan por la tecnología, la transformación y el transporte.

Pero los problemas que están mezclados con la eficacia de esa propuesta no pertenecen solamente a la ideología política o al ámbito de la argumentación constitucional. Hay otras dificultades prácticas que una iniciativa de esa naturaleza tendría que afrontar, si fuera aprobada. La más evidente sería, sin duda, el enorme peso específico del sindicato petrolero, cuyos costos y condiciones no desaparecerán con la entrada de capitales privados, ni con la sola recomposición del Consejo de Administración de la empresa.

La iniciativa de Los Pinos no alcanza a resolver los desafíos que plantea la relación con esa organización sindical, porque su propósito es conseguir dinero para traer tecnología y construir infraestructura sin afectar el frágil equilibrio fiscal del país.

Sin embargo, el poder del sindicato no sólo es decisivo para el éxito o el fracaso de cualquier curso de acción a seguir, sino que de hecho es la restricción interna más relevante. Podrán imaginarse todas las modalidades de contratación que se quieran, que de todos modos el sindicato invocará los derechos que tiene adquiridos y buscará obtener el mayor beneficio posible.

Buena parte de los costos que paga Pemex hoy en día en cada una de las transacciones que lleva a cabo, incluyendo los contratos que vigila y captura esa organización sindical, se derivan de una relación laboral que hace ya tiempo que dejó de ser productiva . Cualquiera que haya conocido o estudiado de cerca la gestión interna de Pemex sabe muy bien que en esa empresa resulta imposible intentar grandes cambios (o incluso pequeñas modificaciones a las rutinas), sin pagar los costos de las transacciones obligadas por el poder sindical.

Por otra parte, la gestión de la empresa está cruzada de normas administrativas de todo cuño: las propias y las que le impone su condición de empresa pública del Estado. La reforma a la administración interna de Pemex es, sin duda, uno de los mayores desafíos organizacionales que se puedan imaginar. Y la iniciativa de Los Pinos tampoco alcanza a resolver esa compleja trama de controles y sistemas de vigilancia cruzados.

Para conseguirlo, tendría que haber cambiado la Constitución y haber librado a Pemex de toda relación burocrática con las redes de control del gobierno. Cosa que resulta imposible en la situación jurídica actual pero que es, al mismo tiempo y paradójicamente, una condición básica para poner en marcha el nuevo método de contrataciones propuesto por la iniciativa presidencial.

Finalmente, la iniciativa de Los Pinos no plantea la solución al problema más importante de todos, que consiste en la debilidad del sistema fiscal mexicano. Quiero suponer que fue ideada como una suerte de etapa inicial, que habría de llevar a nuevas modificaciones durante los años siguientes, bajo el supuesto de que los recursos fiscales habrían de aumentar con el paso del tiempo gracias al éxito de la propia reforma. Pero la carga fiscal que debe atender Pemex no descansa solamente en su capacidad de producir y vender más (y quizá ni siquiera está ahí en absoluto), sino en la falta de medios y de incentivos de los estados y los municipios para generar fuentes alternativas de riqueza e ingreso para el país.

Si Pemex no puede imaginar un futuro distinto echando mano de sus propios recursos, no es solamente por las trabas internas que debe afrontar y por las redes reglamentarias que lo atan por todas partes, sino porque desde finales de los años 70 se convirtió en el proveedor principal del gasto público federal. Y nadie podría liberarlo de repente de ese papel sin causar, a la vez, una revuelta política en las entidades federativas y un caos en la organización de la administración pública nacional. Y nada de esto podría resolverlo tampoco la sola aprobación de la iniciativa petrolera del Presidente.

Al final de los debates, es probable que la actividad política (y las ganas de derrotar al principal adversario) lleven a la aprobación de algo que se parezca a una reforma energética. Pero no habrá que engañarse: los problemas que nos han traído a esta situación seguirán vigentes.
*Profesor investigador del CIDE

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