¿Por qué perdimos ese desempeño ejemplar? O para decirlo
con la célebre frase de Mario Vargas Llosa: ¿en qué momento se jodió el campo?
El “milagro agrícola” se había producido como resultado de
una consistente política agrícola, que comprendió los típicos instrumentos de
fomento (aplicados en Estados Unidos y en otros países con agriculturas
exitosas): construcción de infraestructura, investigación y extensionismo,
crédito y seguro, subsidios a insumos y —como diamante de la corona— un sistema
de precios de garantía o soporte que otorgó certidumbre a la rentabilidad de la
producción agrícola.
A mediados de los años 60 esta política sufrió una
metamorfosis. El sistema de precios de garantía dejó de utilizarse como
instrumento para incentivar la producción y pasó
a utilizarse como ancla antiinflacionaria: los precios
nominales fueron congelados, provocándose la caída de los ingresos reales y de
la rentabilidad agrícola. Además, se desaceleraron la inversión y el gasto
promocional del desarrollo rural. Resultado: el crecimiento agropecuario se
redujo a 2% anual durante el periodo 1966-1976.
Pero el campo volvió a levantarse. Con el relanzamiento de
la política agrícola a mediados de los 70 —y con mayor fuerza bajo el Sistema
Alimentario Mexicano (1978-1981)—, los precios de garantía volvieron a ser
redituables y crecieron los recursos públicos destinados al fomento rural. El
campo respondió: el crecimiento agropecuario alcanzó 4.9% anual entre 1977 y
1981.
Después el campo mexicano fue convertido en un enorme
laboratorio de experimentación neoliberal. Los programas de “reforma
estructural” —aplicados desde el gobierno de Miguel de la Madrid hasta el
presente— significaron: 1) la severa reducción de la participación del Estado
en la promoción del desarrollo económico sectorial (no sólo cayeron
dramáticamente la inversión y el gasto agropecuarios, sino que se suprimió el
sistema de precios de garantía); 2) la apertura comercial unilateral y abrupta,
realizada durante los años 80 y amarrada en el TLCAN.
Desde entonces, el campo no ha vuelto a levantar cabeza. El
crecimiento agropecuario apenas alcanzó una tasa media de 1.5% anual en el
periodo 1983-2007, inferior al crecimiento demográfico; y las importaciones
agroalimentarias brincaron de mil 790 millones de dólares en 1982, a 15 mil
984.5 mdd en 2006; alcanzaron los 19 mil 325.3 mdd en 2007 y superarán los 25 mil
mdd en 2008. El destino nos alcanzó. El futuro dirá si México ha aprendido la
lección.
En general, la historia de las economías más exitosas que
cuentan con una agricultura fuerte muestra dos grandes momentos en la
interrelación campo-ciudad: en una primera fase, el sector agropecuario
contribuye al financiamiento del desarrollo industrial y a la acumulación de
capital urbano; en una segunda etapa, las actividades no agrícolas devuelven al
campo los servicios que éste prestó al desarrollo general, efectuando
transferencias netas de recursos en favor de la acumulación de capital agrícola
y de la tecnificación de las granjas.
En México hemos cumplido puntualmente la primera gran fase
de esta interrelación campo-ciudad, pero no hemos dado pasos hacia la segunda.
Hoy es tiempo de devolver al campo los servicios que antaño prestó al
desarrollo nacional. Al hacerlo, no sólo estaremos obrando con un sentido
histórico de justicia, sino también con una actitud visionaria del interés
nacional.
Apoyar a la agricultura ahora costará sin duda a la
sociedad recursos del presente, pero los resultados del fomento agropecuario se
disfrutarán en forma de equilibrio de las cuentas externas, de armonía en el
patrón de desarrollo económico, de seguridad alimentaria y de cohesión social.