Un ejemplo de lo dicho es lo
que sucede en los océanos, que representan 70% de la superficie de la Tierra.
En esa enorme extensión de 360 millones de kilómetros cuadrados, menos de 4% se
ha salvado de ser afectado por la actividad humana (es decir ya no hay casi
rincón del mar “virgen”) y cerca de 40% ha sufrido serios daños por dicha
actividad según lo demuestra un nuevo mapa del mar publicado en la revista
Science. A escala global, los océanos, principales “absorbentes” del C02
atmosférico, han reducido dicha capacidad, resultado de su deterioro.
Restaurar ecosistemas es un
proceso muy complejo, con frecuencia mal entendido, que no dominamos, tanto en
nuestro país, como en todo el mundo.
Restaurar requiere, en
primer lugar, tener metas bien definidas de lo que se quiere lograr en el
proceso. Supone un grupo de acciones que conforman una estrategia para mejorar
las condiciones del ecosistema degradado e incrementen su calidad y los servicios
que nos proveen. Se puede restaurar para maximizar los rendimientos de un
componente del ecosistema, por ejemplo, para extraer madera; o bien para
optimizar la función captadora de agua del ecosistema, o su función protectora
de una especie de interés económico (v.g. de interés pesquero) o ecológico (una
especie en peligro de extinción). Todas son metas válidas, pero cada una
requiere de procesos y evaluaciones distintas Sin objetivos claros resulta
imposible monitorear el esfuerzo de restauración y por lo tanto evaluar la
eficiencia de la acción de restauración.
A lo anterior añadiría el
escaso conocimiento que tenemos, en todo el mundo, del funcionamiento de la
mayor parte de los ecosistemas –terrestres y marinos- que son entidades en
extremo complejas, con interacciones entre sus organismos componentes y con el
ambiente físico, poco o nada conocidas. La manipulación, aun sea bien
intencionada pero sin las mínimas bases de entendimiento de los ecosistemas,
resulta en su deterioro, frecuentemente irreversible. Hay muchos ejemplos de
ello en los que no es posible abundar aquí.
En un estudio evaluativo de
los ecosistemas de México y su impacto sobre el bienestar social, coordinado
por CONABIO, uno de los 60 capítulos (a cargo de Virginia Cervantes, Vicente Arriaga
y Julia Carabias) analiza la restauración ambiental en México y sus resultados
desde inicios del siglo XX. Los autores concluyen que nuestro país ha carecido
de una política nacional de restauración ambiental; los programas de
reforestación han cambiado constantemente de objetivos: desde intentar
recuperar procesos de degradación de suelos hasta reforestación urbana o los
programas de empleo temporal en zonas rurales marginadas, todos con resultados
dispares y en general precarios, aunque en la última década del siglo se
instauraron líneas de restauración y acciones mejor definidas. A pesar de
algunos logros, la restauración ambiental no es una prioridad en la agenda
nacional y continua rezagada con serias deficiencias. Existe en el país un solo
programa de posgrado (Maestría) en restauración ecológica con capacidad
limitada de formación de profesionistas en esta área. Ni siquiera los casos
exitosos de restauración, como la revegetación del vaso del Lago de Texcoco a
cargo del Ing. Cruikshank (¿quien se acuerda de las tolvaneras típicas de
Febrero en la Ciudad de México?) son conocidos y valorados por la sociedad.
Los ecosistemas responden a
condiciones locales de suelos, clima, y otros factores ambientales que hacen
cada caso especial y dificultan seriamente aplicar un método único de
restauración Por ello resulta muy inadecuado condicionar permisos de
transformación de ecosistemas naturales a los resultados de acciones de
restauración compensatoria, es decir tratar de reponer un ecosistema en un
lugar diferente del que se modificó o destruyó Esta es una medida sin
posibilidades reales de verificación en plazos que sean realistas para una
empresa y resulta incumplible en la práctica.
jose.sarukhan@hotmail.com