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Encuestas a la carta

Libertad de opinión.

Como usted ya se ha podido dar cuenta, las encuestas se han salido de control y han ido perdiendo la credibilidad. Los políticos en su ego enfermizo le han dado al traste a esos resultados que mañosamente presumen solo cuando salen bien. Dime que encuestadora pagas y te diré quién eres, así de simple.
 
Las encuestas se han convertido en el oráculo moderno de la política. Ya no hacen falta pitonisas ni bolas de cristal: basta con contratar a una empresa mercenaria, firmar un buen cheque con dinero público y esperar el resultado “científico” que confirme lo que el político quiere oír. El negocio es redondo. Si el resultado gusta, se difunde como verdad revelada; si no, se guarda en un cajón y se encarga otra encuesta. Así, a golpe de sondeo, algunas empresas se han hecho millonarias vendiendo certezas a la carta y llamándolo rigor técnico.
 
Pero veamos como lo hacen, por tiene su chiste y es metodología flexible. Todo empieza con una pregunta bien formulada, o mal formulada, según se mire. No es lo mismo preguntar “¿Aprueba usted la gestión del tal mandatario o alcalde?” que “¿Cree usted que el gobierno lo hace bien pese a la crisis heredada?”. El orden de las preguntas también importa: primero se siembra el miedo o la esperanza, y luego se pregunta lo que interesa. El encuestado, sin saberlo, ya va condicionado, pero la tabla final lucirá porcentajes impecables y gráficos de colores muy serios.
 
Luego está la muestra, basta con elegir a quién se pregunta y a quién no. Si el cliente quiere quedar bien en zonas urbanas, se pregunta más allí. Si conviene maquillar un rechazo evidente, se reduce el tamaño de la muestra o se sobrerrepresenta a los indecisos, que son el comodín perfecto. Después llega la cocina de datos, ese eufemismo elegante para ajustar, ponderar y reinterpretar respuestas hasta que el resultado encaje con el relato deseado. Nada ilegal, todo “según criterios estadísticos”.
 
Al final, la encuesta se presenta como una foto objetiva de la realidad, cuando en realidad es más bien un retrato con filtro y muy a modo. Los medios la reproducen, el político la cita y el ciudadano la consume con la sensación de que alguien ha medido su opinión. Mientras tanto, el dinero público sigue fluyendo a carretadas hacia un negocio que vende certezas prefabricadas y dudas maquilladas. Basta de ese ego desmedido que ya es enfermizo entre la clase política.
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