Punto Crítico
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Vivimos en una era donde elegir parece ser sinónimo de libertad. Podemos seleccionar desde la marca de cereal que consumimos hasta la identidad que deseamos construir. Sin embargo, ¿por qué entonces sentimos ansiedad, parálisis o incluso arrepentimiento tras muchas de nuestras decisiones? Esta aparente contradicción ha sido explorada por psicólogos como Barry Schwartz, autor de La paradoja de la elección, quien sostiene que un exceso de opciones puede conducirnos a la insatisfacción, no a la felicidad.
El ideal moderno del "tú eliges tu destino" ha fortalecido la noción de responsabilidad personal, al mismo tiempo que ha generado una carga emocional silenciosa. Si todo depende de nosotros, ¿qué ocurre cuando las cosas no salen bien? En lugar de atribuir los fracasos a circunstancias externas, muchas personas internalizan la culpa, lo que puede derivar en una autoexigencia tóxica o en una sensación constante de insuficiencia. Esta visión, aunque empodera, también puede encerrar.
Por otra parte, el mercado, la tecnología y las redes sociales alimentan una ilusión de control absoluto. Hoy podemos cambiar de pareja con un deslizamiento de dedo, reinventarnos profesionalmente en cuestión de meses o diseñar una versión idealizada de nosotros mismos en línea. Pero este aparente poder de decisión no siempre se traduce en mayor bienestar. ¿No será que, al intentar tenerlo todo, perdemos el sentido de lo esencial?
Desde la filosofía existencialista, figuras como Jean-Paul Sartre advertían sobre la angustia de la libertad: "Estamos condenados a ser libres", decía, porque incluso no elegir es una elección. En este sentido, la responsabilidad no es solo un derecho, sino también un peso que debemos aprender a llevar con compasión. En lugar de exigirnos ser perfectos, podríamos preguntarnos: ¿cómo tomar decisiones más conscientes, más conectadas con nuestros valores y menos con la presión externa?
Algunas culturas, como las orientales, valoran más la armonía que la elección individual. Tal vez ahí haya una lección para sociedades como la nuestra, donde la autorrealización parece medirse en términos de éxito personal. ¿Y si la verdadera libertad no consistiera en tener más opciones, sino en saber cuáles descartar? Como dice el proverbio zen: “Cuando tienes una sola cosa que hacer, la haces con el corazón”.
Una propuesta sería reeducar nuestra relación con la elección. En lugar de obsesionarnos con no equivocarnos, podríamos practicar la autocompasión, el discernimiento y la flexibilidad. Aceptar que no todas las decisiones serán perfectas, pero que siempre nos enseñarán algo. Esto no significa evadir la responsabilidad, sino asumirla desde un lugar más humano y menos castigador.
Elegir, entonces, no es solo un acto de libertad, sino también de coraje. Implica reconocer que no podemos tenerlo todo, pero sí podemos construir sentido a partir de lo que decidimos. Y en esa construcción, quizás lo más importante no sea cuántas opciones tenemos, sino cuánto amor, claridad y propósito ponemos en cada elección.