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La primera vez que Nico vio el cielo

En Voz Alta

La primera vez que Nico vio el cielo, era todo de color azul parejito. Le fascinaba pensar que se iba a quedar así para siempre. Un eterno color azul cielo. Al pasar el tiempo, sus ojos empezaron a notar nubes, agua y truenos. Pero hubo también estrellas y atardeceres anaranjados. El séptimo día que Nico vio el cielo entendió algo: nunca se queda igual. Pareciera que su esencia fuera la de cambiar. Una noche, mientras observaba las estrellas, de tal fulgor que sentía poder tocarlas, pensó en lo gigantesco que es nuestro universo. ¿Cómo no sentirse protegidos por lo que nos rodea más allá de nuestro mundo? Estuvo seguro que el firmamento es la gran manta que nos cobija siempre y a todos.

La manera favorita para Nico de ver el cielo, es a caballo. A sus siete años, conoce perfectamente el arte del trote y el galope. Es muy raro el momento en que el Rucio, su caballo, y Nico se quedan quietos al andar. Siempre van caminando hacia delante. Moviéndose. Y si voltean a ver el cielo, parece que fluye con ellos. Si hay nubes, aparentan seguir su trotar. Cada sábado Nico acompaña a su papá en su cabalgata por el bosque. Así se encargan de reunir la suficiente leña para la chimenea del señor cura del pueblo y para la suya, una casa pequeña pero muy cálida, en la que en algún momento de la vida, no hacía mucho, también fue habitada por la mamá de Nico, antes de morir. El padre Tomás, capellán de la iglesia franciscana, disfruta mucho tomar su chocolate caliente frente al fuego reconfortante en las frías noches, especialmente este año, pues el invierno ha decidido que tengan nieve cayendo, gentilmente, desde hace dos días.

La villa donde vive Nico más que aldea parece pintura. En verano es un óleo, en invierno una acuarela. Para no decir que es pintoresco, querido lector, te diré que está hecho a mano, eso es claro desde que lo descubres estando de pie en las colinas que le rodean. El pueblo es ese donde el viento conoce a todos y cada uno de sus pobladores, y que hoy está cubierto por una gruesa capa de blanca nieve. Los copos que se posaban en los techos de las casas y en los hombros de cualquiera que caminara por las callecitas eran una completa artesanía en su trazo y composición, una absoluta belleza enviada por aquel cielo que Nico admiraba.

Sucedió que el segundo sábado del mes de diciembre, antes del primer canto del primer gallo, Nico se abrigó con la camisa de franela color aceituna inmadura y el abrigo de lana que le regaló su mamá cuando cumplió seis años, para dirigirse al bosque a reunir leña con su papá. Ellos tienen una regla: toda la leña que recolecten, vendrá de árboles que han caído ya por el flujo natural de las cosas del mundo.

 

¡Clic!

¡Clak!

¡Clic!

¡Clak!

 

Así van haciendo los cascos de los caballos al caminar por el empedrado del puente que da la bienvenida a su pueblo. Sólo que ellos van de salida. Cada vez que entran al bosque, Nico se siente igual de nervioso que cuando les narran un cuento en la escuela, con la incógnita de no saber qué pasará esta vez. Son nervios de los buenos, dice la maestra de Nico. Y es que es verdad que al adentrarte en un bosque nunca sabes qué es lo que te vas a encontrar: hay lobos seguramente hambrientos, lechuzas de mirada metiche, mapaches de gesto travieso, chuecas ramas de los árboles que crujen de forma terrorífica, montañas gigantes que te pisarán y cuevas que te comerán. Pero Nico está seguro que su papá no se asusta con nada. Es fuerte, inteligente, muy valiente, y lo más importante: es adulto. Ni siquiera derramó una lágrima cuando la mamá de Nico falleció.

Avanzaban por el bosque ya acaecida la tarde. Durante la mañana habían terminado de reunir toda la leña necesaria y estaban listos para regresar a casa. Tomaron el camino por el que habían llegado, notando que de lo alto de los montes habían caído agrupaciones pesadas de nieve, quedando distribuidas de tal manera que cubrían el paso para acercarse de nuevo al pueblo y sumadas a la constante nevada que seguía descendiendo del cielo. Rodearon. Hallaron cierto espacio entre los árboles por donde podrían avanzar y comenzaron a recorrerlo hasta topar con el límite de una barranca. Tampoco era el camino. Regresaron. Pero ahora la nevada se intensificaba más y más, y con ella la capa que cubría el suelo y la vista al horizonte.

A pesar de que su andar a caballo era una costumbre y en un bosque bien conocido, de pronto se encontraron perdidos, sin saber hacia dónde ir, cómo avanzar y con temor de estar a la deriva. Nico tuvo esta vez la firme convicción de que su padre, aquel hombre que afirmaba tener una brújula en su corazón que le guía en todo momento, estaba confundido. Ese día el niño dudó que dicha brújula siguiera ahí. Parecía que la hubiera dejado en algún otro lado.

-Por favor guarda silencio un momento, necesito pensar.

El papá de Nico dice eso de "necesito pensar" cuando se quiere concentrar. A pesar de que la constante pero gentil caída de nieve empieza a vislumbrarse ahora más bien como tormenta, Nico no se preocupa porque está seguro de que su padre siempre encuentra el camino. Aunque nunca lo había visto con tanta duda en sus ojos.

-Esta vez de verdad estoy perdido.

Y cuando su papá dijo eso, notó que era imposible ver hacia el norte, el sur, el este o el oeste por igual. La nieve los rodeaba al caer. El frío extremo se sentía en la parte de arriba de las orejas. Esta vez de verdad están perdidos. Y ya no falta mucho tiempo para que se oculte el sol, ni tampoco para quedar congelados ante la tormenta que se fortalece cada vez más.

Continuará...

 

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