Vértice
Amigas y amigos de Plano Informativo, permítanme hoy llevarlas, y llevarlos, a un susurro antiguo que nace en el corazón de nuestra tierra. Un susurro que no solo habla de fe, sino de identidad, de historia, de aquello que nos hace reconocernos como pueblo. Hablo del Nican Mopohua.
Y antes de seguir, vale decirlo sin rodeos,
el Nican Mopohua es el relato más antiguo y hermoso sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe, escrito en náhuatl alrededor de 1556.
Es una joya literaria que combina la sensibilidad indígena, la poesía prehispánica y la espiritualidad que estaba naciendo en un México mestizo. No es un texto cualquiera, ¡es el documento que define el corazón guadalupano de nuestra cultura!
Soy mujer, y quizá por eso, al leer estas palabras milenarias, algo se me acomoda en el pecho. Es imposible no sentir el calor de esa voz que desciende al Tepeyac, una Madre que no viene desde un trono, sino caminando hacia Juan Dieguito, nuestro pipiltzin, nuestro hijito pequeño. Qué ternura hay en esa forma de llamar. Qué humanidad hay en ese encuentro.
El Nican Mopohua no relata una imposición. Cuenta un diálogo. Un diálogo donde las flores “in Xóchitl” no solo florecen fuera de temporada, sino que hablan el lenguaje que el pueblo indígena entendía, el lenguaje de los símbolos, la belleza, la poesía. No podría haber sido de otra manera. Dios no habló en latín; habló en náhuatl. Habló con flores.
Y en medio de ese encuentro brota la frase que ha sostenido a generaciones enteras
“¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?”
Para un pueblo fracturado por la conquista, esas palabras fueron bálsamo. Para un país que siglos después sigue enfrentando desigualdad, violencia y desencuentros, esas mismas palabras siguen siendo un faro. Porque la sombra del manto no es solo espiritual, es social. Es identidad. Es unidad.
La tilma de Juan Diego, tan humilde como cualquier prenda de trabajador de campo, se convirtió en espejo. Un espejo donde el México mestizo se vio reflejado por primera vez. Allí apareció una mujer morena, rodeada de símbolos indígenas, con la luna bajo los pies y las estrellas en el manto, hablándole a todos, no solo a unos cuantos.
No vino a borrar culturas, ¡vino a unirlas! No vino a imponer fe, ¡vino a sanar un corazón roto!
Por eso, cuando decimos “México Guadalupano”, no estamos hablando solo de devoción religiosa. Estamos hablando de un símbolo emocional que atraviesa clases sociales, regiones, creencias y épocas. Estamos hablando de un país que encontró en esa imagen un punto de encuentro cuando todo lo demás lo separaba.
Desde el estandarte que Hidalgo levantó en Dolores hasta los altares improvisados en las colonias más humildes; desde los hospitales donde se deja una veladora hasta los migrantes que la traen tatuada en la piel… la Guadalupana se volvió un hogar portátil. Una identidad compartida.
Miguel León-Portilla lo dijo con razón, “Comprender a México exige escuchar las voces que lo fundaron”. Y una de esas voces, quizá la más maternal y cercana, es la del Nican Mopohua. Es ahí donde nacimos como pueblo que busca consuelo, pero también como pueblo que se reconoce en lo mestizo, en lo indígena, en lo espiritual y en lo profundamente humano.
Hoy escribo honrando mis raíces, pero también honrando este país que a veces parece desmoronarse y aun así encuentra fuerza en aquello que lo abraza. Somos un pueblo herido, sí; pero también un pueblo que no deja de levantarse.
Que esta crónica sea un recordatorio de ese legado, que a través del Nican Mopohua, una Madre morena nos heredó no solo una fe, sino una identidad. Una manera de vernos a nosotros mismos como parte de un mismo hogar,
Un solo México. Un México Guadalupano.
De corazón, gracias por su lectura.
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