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El descubrimiento científico de los hongos negros en Chernóbil paraliza a la ciencia

El hallazgo de hongos negros capaces de prosperar en la extrema radiación de Chernóbil, y su posterior estudio por parte de la NASA en el espacio, abre una puerta inesperada a nuevas tecnologías de protección para astronautas y redefine lo que creíamos posible sobre la vida en condiciones límite.

El descubrimiento de los llamados hongos negros de Chernóbil se remonta a finales de los años 90, cuando investigadores observaron comunidades oscuras adheridas a los muros del reactor siniestrado. Lo sorprendente no fue solo su presencia, sino su aparente preferencia por zonas donde la radiación resulta mortal para la mayoría de las formas de vida. Entre ellos, Cladosporium sphaerospermum emergió como la especie dominante y la más intrigante: no solo sobrevivía, sino que mostraba un crecimiento inusual en un ambiente donde las moléculas esenciales se destruyen rápidamente.
 
 
La clave inicial de este comportamiento desconcertante se encontró en la abundante melanina presente en las paredes celulares del hongo. Los análisis revelaron que este pigmento sufre modificaciones estructurales al exponerse a la radiación ionizante, lo que llevó a plantear la posibilidad de un mecanismo similar a la radiosíntesis, una conversión energética aún no demostrada de forma concluyente. En experimentos controlados, se observó que bajo fuentes radiactivas como el cesio, el hongo incrementaba su crecimiento aproximadamente un 10%. Sin embargo, este fenómeno no es uniforme en todas las especies melanizadas, por lo que la comunidad científica insiste en la necesidad de más estudios para comprender su alcance real.
 
 
INTERÉS INTERNACIONAL POR LOS HONGOS DE CHERNOBIL
El interés internacional en estos organismos se amplificó cuando la NASA decidió enviarlos a la Estación Espacial Internacional. En la órbita terrestre, las muestras de Cladosporium sphaerospermum fueron sometidas durante meses a radiación cósmica constante. Los resultados sorprendieron a los especialistas: el hongo creció más que sus cultivos de control en la Tierra y, además, redujo parcialmente el flujo radiactivo que atravesaba la fina capa de su micelio. Esta doble capacidad —resistencia y atenuación de radiación— encendió un entusiasmo renovado en la investigación espacial.
 
A partir de estos datos, se comenzó a desarrollar la idea de materiales inspirados en la biomasa fúngica, capaces de formar barreras protectoras ligeras, eficientes y con capacidad de autorreparación. Para futuras misiones a la Luna o Marte, este enfoque sería revolucionario: permitiría producir escudos biológicos directamente en destino, reduciendo la cantidad de carga que debe enviarse desde la Tierra. Una tecnología de este tipo podría transformar la construcción de hábitats seguros en entornos donde la radiación representa uno de los mayores desafíos.
 
Mientras tanto, la zona de exclusión de Chernóbil continúa actuando como un laboratorio natural donde la vida pone a prueba los límites de su propia adaptabilidad. Aunque quedan muchas preguntas abiertas sobre el mecanismo exacto que permite a estos hongos prosperar en entornos de radiación extrema, su existencia ya ha marcado un antes y un después en la ciencia. Su potencial para mejorar la protección espacial sugiere que, incluso en los lugares más devastados del planeta, pueden surgir claves esenciales para el futuro de la exploración humana en el cosmos.
 
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