Clave 360°
La discusión sobre el agua en México ha dejado de ser un debate técnico para convertirse en un tema de seguridad nacional. En medio de sequías históricas, presas por debajo del 40% de almacenamiento y acuíferos sobreexplotados, el Congreso ha impulsado una serie de reformas que buscan actualizar el marco jurídico del agua. El reciente dictamen de la Comisión de Recursos Hidráulicos, Agua Potable y Saneamiento abre un nuevo capítulo en la política hídrica del país y, aunque promete modernización y sustentabilidad, también genera profundas inquietudes entre los usuarios agrícolas y ganaderos.
La reforma propone fortalecer la regulación, actualizar el régimen de concesiones, incorporar tecnologías de medición obligatoria y redefinir prioridades de uso frente a escenarios de escasez. Sobre el papel, estas medidas resultan necesarias para ordenar un sistema donde más del 50% de los acuíferos están sobreexplotados y donde los conflictos por el agua se multiplican año con año. Sin embargo, la letra de la ley también tiene efectos colaterales que podrían cambiar por completo la forma en que el campo mexicano accede y gestiona el recurso.
Uno de los elementos más sensibles es la actualización del sistema de concesiones y permisos. Bajo la nueva normativa, los concesionarios deberán acreditar no solo la legalidad de sus títulos, sino también el uso eficiente, la medición certificada y la actualización periódica de la información. Esto representa un desafío especialmente para pequeños y medianos productores, quienes históricamente han operado con sistemas de riego tradicionales, pozos antiguos o infraestructura heredada. El riesgo es claro: quienes no logren cumplir con los nuevos estándares pueden enfrentar reducciones, suspensiones o incluso la pérdida de sus derechos.
Otro aspecto crítico es la obligatoriedad de instalar medidores volumétricos certificados y reportar datos en tiempo real a las autoridades. Aunque la digitalización y la transparencia son indispensables en un mundo donde el agua es cada vez más escasa, el costo de los equipos, el mantenimiento y la conexión a plataformas oficiales podrían convertirse en una carga económica difícil de asumir. Para un agricultor con un pozo de bajo caudal o un ganadero que apenas mantiene su unidad de producción, este cambio puede significar la diferencia entre continuar operando o abandonar la actividad.
Sin embargo, el punto más delicado de la nueva legislación aparece en el Artículo 22, que introduce un cambio estructural sin precedentes:
“Los derechos amparados en las concesiones y asignaciones no serán objeto de transmisión.”
Esta disposición rompe con el funcionamiento por años del sistema hídrico mexicano. Hasta hoy, la transmisión de derechos —total o parcial— ha sido un mecanismo fundamental para sostener la actividad agrícola y ganadera. Gracias a este instrumento, las familias podían traspasar derechos entre generaciones, los distritos de riego reordenaban superficies productivas, los módulos ajustaban volúmenes entre usuarios y los productores podían vender o adquirir tierra con disponibilidad de agua.
La prohibición absoluta tiene múltiples efectos:
Primero, limita la continuidad productiva familiar. Los hijos de productores no podrán heredar formalmente los volúmenes de los pozos o módulos, aun cuando hereden la propiedad de la tierra. La Autoridad del Agua tendría que emitir un nuevo título —no una transmisión—, quedando a criterio gubernamental si procede o no.
Segundo, fractura el mercado de tierras agrícolas. En regiones donde el valor de la tierra depende directamente del volumen concesionado, la prohibición puede devaluar predios, frenar inversiones y complicar la tecnificación del riego.
Tercero, afecta la operación de los distritos y módulos de riego, que históricamente han funcionado con movilidad interna de derechos. Sin transmisiones, su capacidad de reorganizar superficies y ajustar turnos se vuelve rígida y menos eficiente.
Cuarto, golpea al sector ganadero, especialmente en el norte del país, donde los pozos de abrevadero dependen de pequeñas concesiones. Si un rancho cambia de propietario, el nuevo titular no puede recibir la transmisión del derecho; deberá iniciar un trámite nuevo, con la incertidumbre de si existirá disponibilidad.
Además, el Artículo 22 permite que la Autoridad del Agua reasigne volúmenes mediante procedimientos “ordinarios o expeditos”, emitiendo nuevos títulos. En la práctica, esto implica un traslado casi total del control del agua hacia el Estado.
El usuario deja de ser dueño de la continuidad de su propio volumen.
La reforma también redefine el orden de prelación, colocando al consumo humano, la protección ambiental y la seguridad hídrica por encima de los usos productivos. Aunque esta jerarquía parece razonable, abre la puerta a reducciones obligatorias de volumen para productores en épocas de sequía, afectando cosechas completas y reduciendo hatos ganaderos, sobre todo en regiones áridas.
Otro punto de preocupación es la facultad reforzada de la autoridad para cancelar concesiones subutilizadas. En un ciclo agrícola afectado por fenómenos climáticos o de mercado, un productor podría no usar todo su volumen; sin embargo, esta “subutilización” podría interpretarse como causal para cancelar o reasignar el derecho, generando incertidumbre y frenando inversiones.
Finalmente, la ampliación de facultades de inspección y sanción —multas mayores, procedimientos abreviados y suspensión inmediata de derechos— convierte cada supervisión en un riesgo operativo. El campo mexicano no rehúye a la regulación, pero exige reglas claras, procesos justos y apoyo técnico para cumplir.
La intención de la reforma es avanzar hacia una gestión sustentable del recurso hídrico, un objetivo que nadie discute. Sin embargo, es indispensable que esta transición no se convierta en una carga desproporcionada para quienes producen alimentos, generan empleo y sostienen la economía rural. Modernizar la ley es necesario, pero debe hacerse con una visión equilibrada, que considere la realidad económica, social y productiva del campo mexicano.
El reto no es elegir entre sustentabilidad o productividad. El verdadero desafío es construir un modelo de gestión del agua que combine ambas, que permita al Estado proteger el recurso sin asfixiar al campo y que garantice que cada reforma se traduzca en beneficios para la sociedad y no en incertidumbre para quienes trabajan la tierra.
(*) Ex Secretario Técnico de la Comisión de Recursos Hidráulicos
del Senado de la República.