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Miedo por todos lados

Libertad de opinión.

¿POR QUÉ EN MÉXICO TANTA gente vive con miedo? No hablo del miedo que provoca la delincuencia organizada. Hablo del miedo menor y cotidiano que se mete en la piel. El miedo que aparece en trámites comunes, en oficinas públicas, en hospitales y en cualquier espacio donde uno debería sentirse ciudadano y no súbdito.
 
MIEDO A PEDIR SER ATENDIDO. Miedo a exigir derechos básicos. Miedo a levantar la voz. Miedo a dar una opinión incómoda. Miedo por aquí, miedo por allá, miedo en cada esquina.
 
CUANDO ALGUIEN ME COMPARTE una situación injusta que está viviendo, ya sea en una dependencia pública o en su trabajo, suelo preguntar lo mismo: ¿por qué no exiges?
 
LA RESPUESTA ES CASI SIEMPRE la misma y llega con la mirada baja y el gesto cansado: tengo miedo, no vaya a ser que me hagan algo.
 
ESA FRASE, REPETIDA TANTAS veces en tantos sitios, dibuja el verdadero mapa emocional del país.
 
CON EL TIEMPO, LO QUE DEBERÍA ser normal se volvió motivo de angustia. Exigir derechos, obviamente sin faltar al respeto debería ser una acción sencilla.
 
SIN EMBARGO, LA LÓGICA ESTÁ invertida. La gente le teme al gobierno cuando el gobierno debería temerle a la gente. Y no lo digo como metáfora retórica.
 
UN DÍA, UN ALTO FUNCIONARIO me confesó en la calle, casi en secreto, que él tampoco entendía por qué la ciudadanía tiene miedo de exigir.
 
Y AGREGÓ ALGO QUE AÚN ME pesa recordar: si supieran que los que estamos temblando de miedo somos nosotros, cuando la gente se organiza para reclamarnos algo que no hemos cumplido.
 
NO PRETENDO GENERALIZAR. Claro que hay personas que sí exigen, que sí levantan la voz. Pero son menos de las que deberían. Lo vemos en los hospitales públicos donde los pacientes cargan con la falta de medicamentos, de camas, de personal.
 
LO VEMOS EN LAS COLONIAS donde el agua dejó de llegar hace años, como si darte el vital líquido fuera un favor.
 
UN AMIGO ME CONTÓ QUE EN una colonia de Soledad de Graciano Sánchez llevaban años sin una gota de agua potable. Cansado, investigó cómo presentar un amparo. Lo hizo sin gastar un peso.
 
AL DÍA SIGUIENTE TENÍA UNA PIPA de Interapas frente a su casa. El agua llegó no por buena voluntad, sino porque alguien se atrevió a tocar la puerta de la justicia.
 
OTRO CONOCIDO LOGRÓ QUE EL Seguro Social entregara los medicamentos para el tratamiento de un familiar con una enfermedad grave, también gracias a un amparo.
 
ESTOS CASOS NO SON MILAGROS. Son recordatorios. Hay herramientas, hay caminos, hay leyes. Lo que falta es romper el miedo que inmoviliza a tantos. Porque mientras unos pocos se atreven a exigir sus derechos, muchos otros siguen sufriendo lo mismo en silencio.
 
Y AL FINAL LA PREGUNTA SE vuelve inevitable: ¿cuánto más vamos a permitir que el miedo decida por nosotros?
 
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