En Voz Alta
Se levantó de la cama y dio unos pasos descalzo por el piso de la mañana. El sol calentaba apenas un poco la madera del suelo con la luz que entraba tímidamente por la ventana. Había olvidado cerrar las cortinas azul marino la noche anterior. Él no dejaba de pensar en una cosa que revoloteaba en su cuerpo entero desde que abrió los ojos. El canto del pájaro anidado en el árbol que se recargaba en la ventana no lo distrajo de aquello que lo ocupaba. Tampoco su atención estaba puesta sobre si sus pies estaban fríos, o calientes. Caminaba, sólo caminaba, hacia el ventanal. En el buró junto a su cama, conservaba las servilletas con las que, tanto ella como él, habían secado sus lágrimas en algún momento. Pensaba nada más en el sueño. Sólo el sueño. Ese que llevaba más de dos años y medio regresando a visitarlo en aquella habitación para uno.
Se sabía el sueño de memoria: era la leyenda de la reina de la noche y el rey del día. Aquella que contaba que el sol y la luna se enamoraron, pero su destino era estar separados. Sabiendo que nunca se volverían a encontrar por las fronteras del tiempo, el sol rogó a Dios que la reina luna jamás se sintiera sola. Así, las estrellas fueron creadas para acompañarla. Sin embargo, el sol fingía ser feliz. Sentía que había fallado, pues le había prometido a la luna cuidarla desde los once años de haber sido concebidos.
Dios creó entonces, con sabiduría amorosa, el eclipse. Un momento esporádico que aparecería muy de vez en cuando para que ambos pudieran encontrarse, abrazarse y decirse todo lo que no habían intercambiado en los años separados. Con ello Dios le susurraba al universo que no hay amores imposibles.
No había nada que el sol anhelara más que la llegada de esos instantes de unión, aunque el encuentro durara un suspiro. Se dice desde entonces que "cada eclipse es una carta de amor de la naturaleza para quien la necesite". Y así, una vez sucedido el cruce de almas, el sol esperaría con paciencia el siguiente milagro de comunión entre luna y sol.
Era con eso con lo que había soñado de nuevo, en su habitación con cortinas color azul marino: el eclipse. Imaginar cómo sería aquel momento en que podría volver a ver el rostro de ella frente a él era su universo de felicidad, por más triste que fuera pensar en que el encuentro sólo sucedió en el plano de los sueños. Y eso sí, cada vez que soñaba con algo se empecinaba, con mucha terquedad, en encontrarle significado: la araña lenta el año anterior, acompañada del prado color verde. O aquellos donde volaba. Pero ninguno acechaba con tal frecuencia, como el del sol y la luna. Ya había aparecido antes, incluso cuando renegó de dicha visión e hizo todo lo humano para que no volviera a aparecer.
"Anoche soñé contigo. En la neblina que cuenta la historia nocturna, siendo sol y siendo luna bailábamos. Me hacías preguntas que no sabía responderte. Pero no hacía falta la voz. Recorría con mis manos tu rostro y tu cabello, y así te llenaba el alma de cartas de amor. Rodeaba en un abrazo la holgada blusa blanca que cubría tu torso y que, hacia abajo, estaba seguida por el pantalón negro que ya había visto antes.
En un año cabía la noche del sueño. En un mes el instante en que te vi bailando la mejor canción del mundo. En un día el empate de nuestras palmas frente a las luces de la ciudad. En una hora tu sentido del humor. En un minuto los errores. Y en un segundo, catorce... quince... dieciséis años.
En el sueño me pedías que te contara toda la historia, otra vez. Pero sin voz todavía; los ojos la contarían. Las pupilas se moverían con cada momento del relato, y tú sabrías exactamente qué parte te estaba contando". Los pies de la luna y el sol se despegaron del piso al mismo tiempo y emprendiendo el vuelo, se dedicaron a recorrerse sin prisa alguna. Tenían un infinito eclipse por primera vez y con él decidieron viajar uno dentro del otro.
Frente a la ventana por donde ya entraba un poco más de calor del sol e iluminaba su pecho, él pensaba en la característica de brutalidad que el mundo real tiene, la cual le dolía mucho. El sueño le informaba que venía una vida en adelante dedicada a sanar. Si Byron decía que aunque el corazón se rompa vivirá de cualquier manera, algo de razón ha de tener. Y Morrison también estipulando que a veces sobrevives en fragmentos. Le fue difícil dejar atrás el "hubiera", pero le era todavía más difícil, como Albie Krantz lo hubiera dicho, pensar en la espera: el tiempo iba a pasar, con su natural flujo. Y eso estaba bien. Pero lo que en verdad le aterraba era convencerse de que sería posible un día, después de mucha espera, caer en una gris aceptación.
¿Fueron felices? Probablemente sí. Cuando le pregunté a él si le habló a ella alguna vez del sueño, la respuesta fue: "Si la tuviera enfrente, le prometería contarle el sueño cada día en adelante, a la misma hora, temprano en la mañana, cuando la madera del piso estuviera comenzando a tomar el primer calor después de la madrugada". Pero todavía no sé si volvieron a verse. Ojalá hoy ambos caminen descalzos, con los pies fríos o calientes, en el eclipse que los dos hayan deseado, sin nada que los distraiga, a excepción del canto del pájaro anidado en el árbol que se recarga en la ventana. El cuarto ya no estaría helado, sería para dos y las servilletas con lágrimas guardadas en el buró habrían secado unas nuevas y mucho más luminosas.
Y si algo a él lo hizo feliz fue pensar que tuvo la fortuna, esa que pocos tienen, de sentir que amó profundamente. Aquella suerte de llevar dentro de sí los recuerdos a los que acudiría cuando quisiera sonreír. Las memorias nadie podría quitárselas, y tampoco él buscaría una razón para esfumarlas. Deseó entonces, frente a su ventana y con la luz del sol directamente posada ahora en su rostro, que cada persona que la rodeara a ella la viera con los ojos con los que él la miraba, ayer, hoy y mañana.
Te dejo una recomendación musical para tu fin de semana, mientras trabajas en la lista de las cosas extraordinarias de tu vida: La canción "Caminar bonito (Live at Carnegie Hall)" de Natalia Lafourcade.