La narrativa que ya no cabe en el siglo XXI
Durante décadas se insistió en dividir al mundo entre “derecha e izquierda”, “liberales y conservadores”, “progreso y reacción”. Esa narrativa funcionó en la Guerra Fría, cuando las identidades políticas se construían alrededor de bloques ideológicos rígidos. Pero hoy, en un mundo globalizado, hiperconectado y en constante transición, esa clasificación ya no describe a nadie. Diversos estudios del Pew Research Center y del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM confirman que las nuevas generaciones combinan posturas que antes se consideraban incompatibles: pueden apoyar la libre competencia económica y, al mismo tiempo, defender derechos sociales avanzados. La ideología dejó de ser una caja cerrada. Quienes siguen administrando el discurso público desde esas dicotomías lo hacen porque les funciona políticamente, no porque representen la realidad de la gente.
La ideología como herramienta de control
No es casualidad que los gobiernos (y también las oposiciones tradicionales) mantengan con insistencia la idea de que existen dos bandos irreconciliables. La polarización rinde frutos: inhibe la matización, evita la discusión profunda y convierte al adversario en enemigo. La ciencia política contemporánea, particularmente los trabajos de Yascha Mounk en Harvard y de Steven Levitsky en “Cómo mueren las democracias”, explica que esta lógica binaria facilita el control social: si la ciudadanía está emocionalmente dividida, es más manipulable. México no escapa a esta tendencia. Aquí se ha repetido la ficción de que el pueblo entero se divide entre “liberales del pueblo” y “conservadores del pasado”. Pero cuando se observan los datos de comportamiento electoral y de opinión pública del INE y del Latinobarómetro, surge una verdad simple: la mayoría de la sociedad es mucho más compleja que esa caricatura.
Ni de derecha ni de izquierda: así piensa realmente México
Los mexicanos somos profundamente contradictorios, y eso no es un defecto: es la característica natural de una democracia moderna. La mayoría defiende los programas sociales, pero también exige disciplina presupuestal. Piden mayor presencia del Estado en salud, pero menos intervencionismo en la economía. Están a favor de fortalecer la Guardia Nacional, pero quieren policías locales capacitados y autónomos. Así somos: ciudadanos con una mezcla de valores, prioridades prácticas y aspiraciones personales. La Encuesta Nacional de Cultura Cívica del INEGI revela que más del 60% de los mexicanos afirma no identificarse con ninguna ideología rígida. Y es lógico: la vida no se resuelve en etiquetas, se resuelve en decisiones reales.
Un ejemplo simple y didáctico
Imaginemos a Ana, una joven de 28 años. Quiere que el gobierno garantice acceso universal a la salud (un enfoque tradicionalmente asociado a la izquierda) pero también quiere abrir su propio negocio sin enfrentar trámites interminables, una idea que históricamente se clasificaría como de derecha. Es feminista, pero también muy arraigada a las tradiciones familiares. Cree en la innovación, pero respeta la importancia de la comunidad y el orden. ¿Es liberal? ¿Es conservadora? ¿Es de izquierda o de derecha? Es todo eso y nada a la vez. Ana es, posiblemente, la representación más clara del México actual.
El peligro real: la radicalización
La radicalización no es solo un exceso de ideología, es un debilitamiento del pensamiento crítico. Cuando la discusión pública se vuelve tribal, la democracia se achica: el que piensa distinto ya no es un ciudadano con argumentos, sino un enemigo al que hay que derrotar. Esto abre la puerta a lo que los académicos Daniel Ziblatt y Levitsky llaman “autoritarismo disfrazado de pueblo”: gobiernos que justifican abusos señalando enemigos imaginarios. En México, este fenómeno se ha visto en redes sociales, en las cámaras legislativas y en el debate público, donde la descalificación está sustituyendo al argumento. Una democracia sana no necesita bandos absolutos; necesita ciudadanos libres que no se dejen atrapar por etiquetas.
Lo que sí somos: una generación pragmática y consciente
Las nuevas generaciones, tanto en México como en el mundo, no votan por ideología: votan por resultados. No se casan con partidos, sino con causas. No se identifican con discursos, sino con acciones concretas. Quieren movilidad social, seguridad, educación moderna, eficiencia gubernamental y respeto a libertades que ya consideran básicas. Esto no es izquierda ni derecha: es sentido común institucional. España, Chile y Alemania muestran ejemplos similares donde el electorado joven se mueve por temas, no por banderas históricas. México avanza hacia esa misma dirección.
El marco jurídico que nos recuerda la esencia democrática
El artículo 40 constitucional afirma que México es una república democrática y representativa. Ese principio, reforzado por el artículo 41, establece que los partidos son vías de participación, no dueños de la opinión pública. La Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales, así como la Ley de Participación Ciudadana de diversas entidades, confirman que el poder político pertenece al pueblo, no a las ideologías que intentan segmentarlo. La ley reconoce pluralidad, no polarización. El reto es que la práctica política alcance al marco jurídico.
Para observar esta semana
Crece el ánimo ciudadano por involucrarse en procesos públicos del estado. Foros, cabildos, sesiones legislativas y debates locales están recibiendo más participación que hace unos años. Si esta tendencia continúa, podría convertirse en un motor de cambio real. La pregunta es si la clase política estará a la altura de ese nuevo interés social.
Inicia el festival de letras organizado por el ayuntamiento de la capital, un espacio en donde sin duda se fortalecerá la cultura de nuestro Estado, obligado el asistir y disfrutar de la exposición de grandes artistas que hacen de la actividad del pensar una autentica aventura.
¡Hasta pronto!