¿Puede una sociedad estar mentalmente sana cuando su estructura económica y social está rota? México enfrenta una paradoja brutal: mientras crece la riqueza de una minoría, la mayoría lucha por sobrevivir en un entorno que erosiona la estabilidad emocional. Los desequilibrios sociales y la inequidad económica no son solo datos en una gráfica: son condiciones que impactan directamente en la mente, el cuerpo y el tejido emocional de millones de personas.
Históricamente, la salud mental ha sido tratada como un tema individual, desvinculado de los contextos sociales y económicos. Pero como advirtió el psiquiatra Frantz Fanon, “la enfermedad mental es también un síntoma de una sociedad enferma”. Estudios recientes del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente señalan un aumento sostenido en los trastornos de ansiedad y depresión en poblaciones con menores ingresos, mayor precariedad laboral y escaso acceso a servicios públicos. El malestar emocional no es un fallo personal: es una respuesta lógica a la injusticia estructural.
La inequidad económica fragmenta las relaciones sociales, crea desconfianza comunitaria y limita las oportunidades de desarrollo humano. La brecha entre los que tienen y los que no, más que una diferencia de recursos, es una barrera psicológica: genera sentimientos de inutilidad, vergüenza, desesperanza. “La pobreza no es solo la falta de dinero, sino la imposibilidad de proyectarse en el futuro”, afirma el sociólogo Zygmunt Bauman. Esa imposibilidad se traduce, en muchos casos, en síntomas clínicos.
Además, los desequilibrios sociales imponen un doble estándar emocional: se espera que las personas “resilien” ante la adversidad sin recursos reales para hacerlo. La narrativa del “échale ganas” funciona como una trampa moral, culpabilizando al individuo por un entorno que no controla. Esta cultura de autoexigencia sin soporte colectivo agudiza el estrés crónico, el agotamiento y el suicidio, especialmente en jóvenes y mujeres en contextos vulnerables.
Urge un cambio de paradigma. No basta con promover la salud mental desde campañas de autocuidado o mindfulness desconectadas de la realidad social. La salud emocional requiere políticas públicas que garanticen equidad, acceso a servicios de salud mental de calidad, y condiciones mínimas de vida digna: vivienda, educación, empleo, seguridad. Invertir en justicia social es invertir en salud mental.
Algunos países han comenzado a integrar este enfoque. En Nueva Zelanda, por ejemplo, el presupuesto nacional incluye indicadores de bienestar emocional colectivo. ¿Y si México hiciera lo mismo? ¿Y si medir nuestro desarrollo no solo fuera cuestión de PIB, sino de cuánta esperanza, tranquilidad y propósito sienten sus ciudadanos? La salud mental no puede ser una promesa individual en un entorno que enferma a la mayoría.
Necesitamos repensar el vínculo entre estructura social y bienestar psíquico. El reto no es pequeño, pero como escribió el psicólogo Ignacio Martín-Baró: “la salud mental no debe ser el privilegio de los adaptados, sino el derecho de los transformadores”. Si queremos una sociedad más sana, primero debemos sanarla de sus inequidades.