Noviembre llega cada año con el aroma del cempasúchil, el brillo de las velas y el murmullo de las familias que, entre rezos, risas y lágrimas, regresan por un momento a la compañía de sus muertos. Es el mes en que las calles huelen a pan de muerto, los altares se llenan de colores, retratos y anécdotas, y el país entero parece detenerse para recordar. En México, la muerte no se esconde, se celebra, se honra, se recibe con flores, música y ofrendas.
Pero qué ironía, honramos más a los muertos que a los vivos.
Porque cuando los tenemos frente a nosotros, respirando, pidiendo compañía o cariño, solemos ignorarlos. Cuando alguien dice “quiero que me celebren en vida”, lo escuchamos pero lo ignoramos y lo tomamos de forma exagerada. Pero una vez que muere, entonces sí le llevamos mariachis, flores y lágrimas. Le organizamos la misa, el homenaje, el convivio. Todo aquello que pidió cuando aún podía sonreír.
¿Por qué somos así?
¿Será culpa? ¿Costumbre? ¿O un miedo disfrazado de devoción?
El ser humano parece necesitar la ausencia para valorar la presencia. Necesita el silencio de la muerte para reconocer la voz que no quiso escuchar en vida. Nos peleamos con los vivos y les regalamos flores a los muertos. Pasamos años sin hablarle a un familiar, pero cuando muere, lo visitamos cada 2 de noviembre. No hay tiempo para un café con un amigo, pero sí para pasar horas en un velorio.
Hasta parece que la muerte nos importa más que la vida.
Durante 2024, en San Luis Potosí murieron cada día 53 personas, es decir, 2.2 personas por hora. Tan sólo en la zona metropolitana —entre la capital y Soledad de Graciano Sánchez— se registraron más de 8 mil defunciones, según datos del INEGI. El principal grupo de fallecimientos fue el de adultos mayores de 65 años, seguido por personas entre 55 y 64. Las enfermedades del corazón, la diabetes y el cáncer siguen siendo las principales causas de muerte, especialmente entre las mujeres potosinas.
Y en medio de estas cifras, llega el contraste, los panteones llenos y los hospitales vacíos de recursos.
En este 2025, el panorama del sector salud no es alentador. Faltan medicamentos, personal, herramientas básicas para enfrentar enfermedades crónicas que año con año arrebatan miles de vidas. Si el sistema de salud no logra fortalecer su infraestructura, las cifras de mortalidad difícilmente bajarán; al contrario, podrían aumentar. En un país donde tantas muertes son prevenibles, la indiferencia institucional también mata.
Mientras tanto, la vida continúa y los panteones se desbordan.
El titular de Servicios Municipales, Christian Azuara, informó que tan sólo este 2 de noviembre, más de 61 mil personas visitaron el panteón de El Saucito; 5 mil acudieron al Españita, 3 mil 500 a Milpillas, y más de mil 600 a La Pila. Una afluencia histórica. Familias enteras entre flores, fotos y recuerdos. Miles de vivos juntos, por un día, reunidos por los muertos.
Qué extraños somos:
Nos cuesta convivir con los vivos, pero nos congregamos para recordar a los que ya no están.
Lloramos por los que se fueron, pero no abrazamos a los que aún podemos tener cerca.
A veces parece que la verdadera enfermedad del ser humano no está en el corazón ni en el cuerpo, sino en la forma en que pospone el amor.
Quizá la lección más profunda que nos deja este mes de noviembre no es la de la muerte, sino la de la vida.
Porque los muertos no necesitan nuestras flores, nuestras canciones ni nuestros rezos.
Los que las necesitan son los vivos, los que siguen esperando una llamada, un perdón, un abrazo, una visita.
Honremos a nuestros difuntos, sí. Pero empecemos también a honrar la vida.
Celebremos al amigo que aún ríe, al padre que aún espera, a la madre que aún cocina, al hijo que aún sueña.
De nada sirve llorar ante la tumba si no supimos acompañar al alma.
Que noviembre no sólo sea el mes de la muerte, sino el mes en que aprendamos, al fin, a vivir.