La ansiedad ha dejado de ser una sensación pasajera para convertirse en una presencia cotidiana en México. En medio de la rutina, la inseguridad, la incertidumbre económica y las presiones sociales, muchas personas viven con una tensión que no se disuelve del todo. Detrás de cada dato hay cuerpos que no logran descansar, respiraciones que se vuelven cortas y mentes que buscan, sin encontrar, un poco de calma.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Bienestar Autorreportado (Enbiare 2021) del Inegi, el 19.3% de la población adulta en México reportó síntomas de ansiedad severa, mientras que otro 31.3% presentó ansiedad leve o moderada. En 2024, el sistema de salud público registró que el 52.8% de las atenciones por salud mental estuvieron relacionadas con trastornos de ansiedad, superando incluso a la depresión.
Los trastornos de ansiedad adoptan múltiples formas: preocupación constante, ataques de pánico, insomnio, síntomas físicos como taquicardia o temblores, o la sensación de que algo está por salir mal, incluso cuando nada ocurre. Se estima que al menos el 3.6% de la población ha experimentado ataques de pánico. Durante la pandemia, entre el 32% y el 48% de los mexicanos presentó síntomas ansiosos: cifras que hablan de un país que respira entrecortado.
Las mujeres tienden a experimentarla en mayor proporción —el 56% ha manifestado al menos un síntoma ansioso, frente al 44% de los hombres—. También los jóvenes y estudiantes viven presiones intensas: un estudio reciente halló que el 66.1% de los estudiantes de medicina presentaba síntomas de ansiedad. Una generación que, en lugar de encontrar ritmo, se ve forzada a sostener el paso acelerado de un mundo que no permite pausas.
Aunque la salud mental gana visibilidad, persisten retos: el estigma social, la escasa cobertura de servicios en comunidades marginadas y la falta de formación en salud emocional entre profesionales de atención primaria siguen siendo barreras. La ansiedad se vive muchas veces en silencio, contenida detrás de sonrisas o productividad forzada.
Frente a esta realidad, tal vez el desafío no sea solo atender, sino escuchar el ritmo que la ansiedad interrumpe. Volver a reconocer el derecho a ir más lento, a pausar, a respirar sin culpa. Abrir el diálogo en casa, en la escuela y en el trabajo, sin exigir explicaciones ni soluciones inmediatas. Fortalecer los servicios de atención, sí, pero también cultivar una cultura del ritmo humano, donde el descanso y la escucha sean parte del bienestar.
Cada cifra representa una vida. Una persona que intenta recuperar su propio compás, que necesita acompañamiento, herramientas y comprensión. Ver la ansiedad con empatía y compromiso colectivo es un paso urgente, pero también lo es aprender a escuchar el pulso propio. Porque respirar profundo no debería ser un lujo: es, en esencia, la forma más humana de volver a empezar.