columnas

Bancas de ciudad

'Bulevar de Ideas'

LAS BANCAS NO HABLAN, PERO escuchan. Escuchan más de lo que uno imagina. En cada barrio, en cada parque, en cada jardín público hay al menos una que podría contar historias si tuviera voz o lápiz y cuaderno. Están ahí, quietas, viendo pasar los días, la gente, las estaciones. Son cronistas mudas de nuestras calles.
 
HAY ALGUNA BANCA QUE siempre está al sol. La pusieron donde no hay sombra en todo el día. Es la menos visitada, la más castigada por el calor. Pero ahí se sienta don Fulano, previsor con sombrero, cada mañana sin falta, tomando. Uno entiende que, a veces, ni la sombra consuela tanto como el ritual de sentarse donde nadie más quiere.
 
EN LA OTRA ESQUINA ESTÁ LA consentida: bajo un frondoso y generoso árbol, con vista directa a la tiendita de esas que ya pocas quedan. Desde ahí se puede ver quién saluda, quién no, quién se da tiempo para platicar un poco y quién ya no tiene prisa ni para fingir cortesía. Es la banca de las señoras con bolsas del mandado, de los niños con paleta, del abuelo que repite la misma anécdota todos los martes. No es una banca, es un monumento al tejido social.
 
Y ESTÁ, POR SUPUESTO, LA BANCA rota, la que tiene una tabla suelta o el respaldo vencido, pero a la que siempre regresa el grupo de muchachos que la convierten en cuartel general, en epicentro de risas, bromas y pequeñas conspiraciones contra descuidados transeúntes.
 
LAS BANCAS, SIN QUERERLO, SON barómetros del entorno, pues uno podría hacer un estudio social solo observando quién se sienta en ellas, a qué hora, y con qué cara. Son estaciones de paso, pero también de permanencia. Lugares donde se cruza la gente sin tener que cruzar palabra.
 
HAY BANCAS QUE ENVEJECEN con dignidad y otras que piden a gritos un bote de pintura. Algunas fueron puestas con diseño ambicioso, de formas modernas y colores llamativos, pero terminaron olvidadas. Otras, más modestas, parecen no irse nunca. Son parte del paisaje como los postes o las macetas, pero con una diferencia esencial, pues las bancas invitan a detenerse, a mirar con pausa, a sentarse a recordar o, simplemente, tomar un poco de aire antes de seguir el trajín.
 
LAS CIUDADES QUE PRESUMEN de modernas llenan sus parques de “mobiliario urbano ergonómico de vanguardia”. Pero a veces, nada vence a la vieja banca de concreto, de madera o de herrería, esa que se calienta con el sol y guarda el frío de la noche. Porque tiene memoria. Y escucha, aunque no tenga oídos. Oyen lamentos, risas, chismes, confesiones.
 
QUIZÁ POR ESO ME GUSTA pensar que las bancas no son solo para sentarse. Son para asentarse. Para anclarse un momento al rumbo y dejarse ver. Y que al vernos, las bancas sepan, como siempre han sabido, a quién le pesa la soledad, quién carga una buena noticia, o quién solo quiere hacer tiempo para no llegar tan pronto a casa.
 
NO HACE FALTA MUCHO PARA QUE una ciudad se sienta más humana. A veces basta una banca bien puesta. O incluso una mal puesta, si alguien decide volverla suya.
 
OTRAS NOTAS