San Luis Potosí, SLP.- En San Luis Potosí, hay historias que se heredan no solo en los apellidos, sino también en los nombres. De las tatarabuelas y bisabuelas que soñaron con perpetuar su memoria, hasta los padres actuales que aún buscan rendir homenaje a su linaje familiar, sobrevive una tradición que desafía al tiempo, la de conservar nombres poco comunes, casi extintos, pero cargados de historia.
Juana María Morquecho Medina, titular de la Oficialía Primera del Registro Civil, confirma que esta costumbre sigue viva en la capital potosina. Aunque las modas y las series televisivas han impuesto nombres modernos y globales, todavía hay madres y padres que prefieren rescatar los de sus antepasadas, Telésforo, Eufrosina, Odón, Sotera, Tiburcia, Frumencia, Nicasio, Petronila o Liduvina. Nombres que ya no se escuchan en los patios de las escuelas, pero que siguen apareciendo en las actas de nacimiento.
“Nos llegan padres que quieren honrar a sus abuelos o a figuras importantes de la familia. Nosotros no podemos prohibir esos nombres, pero sí sugerimos que reflexionen sobre las implicaciones que puede tener para el menor”, explica Morquecho Medina.
La psicología ha demostrado que el nombre que llevamos influye en cómo nos percibimos y cómo los demás nos perciben. Un nombre raro o antiguo puede ser motivo de orgullo familiar, pero también de conflicto emocional. En las aulas, por ejemplo, los niños con nombres poco comunes suelen enfrentarse a burlas o apodos, lo que afecta su autoestima y su sentido de pertenencia.
“Un nombre demasiado particular puede volverse una carga”, explican especialistas en desarrollo infantil. “El problema no es el nombre en sí, sino el contexto, si el niño lo asocia con vergüenza o rechazo, empieza a verlo como una desventaja”.
Las consecuencias pueden ir más allá del bullying. Los psicólogos advierten que repetir el nombre de un antepasado puede limitar la autonomía emocional del niño. “Cuando a alguien se le nombra como un abuelo o un padre fallecido, sin querer se le carga una historia que no le pertenece. Se le exige continuar un legado o parecerse a alguien que ya no está”, señalan.
Las generaciones actuales se encuentran justo en medio de ese dilema. Muchos padres crecieron escuchando esos nombres dentro del hogar, los de la abuela Tiburcia, el bisabuelo Nicasio o la tía Petronila. Para ellos, conservarlos significa mantener viva una raíz, una memoria. Pero también comienza a existir una conciencia más amplia sobre la necesidad de permitir a los hijos escribir su propia historia.
Los expertos recomiendan encontrar un punto medio, honrar la tradición sin imponerla. Optar por nombres que tengan sentido afectivo, pero que también sean funcionales y positivos en la vida cotidiana.
“Un nombre debe ser un regalo, no una carga”, resume Morquecho Medina. “Detrás de cada elección hay amor y nostalgia, pero también responsabilidad. Ese niño crecerá con ese nombre toda la vida, y lo ideal es que pueda pronunciarlo con orgullo”.
La costumbre de nombrar como los ancestros refleja algo más profundo, la necesidad de conexión entre generaciones. Cada nombre es una huella del pasado que resiste al olvido, un puente entre lo que fuimos y lo que seguimos siendo.
Sin embargo, el reto de las familias actuales está en transformar esa herencia en algo más liviano, conservar la memoria sin atar la identidad. Porque un nombre puede ser historia, pero también debe ser libertad.
En el fondo, la pregunta sigue abierta, ¿vale más perpetuar un legado o proteger la individualidad de quien lo porta? Tal vez la respuesta esté en el equilibrio. Nombrar no es solo un acto legal, sino un gesto simbólico que define cómo queremos que las nuevas generaciones se reconcilien con su pasado —y con su propio nombre.