Vivimos en una cultura que nos vende constantemente la promesa del “cuando llegue a…”. Cuando consiga ese ascenso, cuando tenga una casa propia, cuando logre bajar de peso, cuando forme una familia… Entonces sí podré respirar tranquilo. Pero, ¿qué sucede cuando finalmente llegamos? La paradoja se revela: la satisfacción dura poco y pronto surge un nuevo horizonte que promete la felicidad definitiva. Es un espejismo que nos mantiene en movimiento, pero rara vez en paz.
La psicología positiva lo ha estudiado bajo el concepto de la adaptación hedónica: nos acostumbramos rápidamente a lo nuevo y el bienestar que produce se diluye. Martin Seligman, uno de los padres de esta corriente, lo resume así: “La felicidad no está en el destino, sino en la forma de recorrer el camino”. Y sin embargo, seguimos creyendo que hay un punto final que nos salvará del vacío, cuando en realidad la vida es más como un río que nunca deja de fluir.
Este fenómeno no es casualidad. La sociedad de consumo alimenta la falacia de la llegada, porque nos necesita siempre persiguiendo lo siguiente. Un coche nuevo, un título más, una app que prometa eficiencia. El mercado nos vende constantemente la idea de que todavía no hemos llegado, y en esa espera eterna se instalan la ansiedad y la frustración. ¿No es curioso que cuanto más logramos, más sentimos que falta?
Algunos expertos proponen una alternativa: cambiar el foco del “llegar” al “estar”. Jon Kabat-Zinn, referente del mindfulness, habla de la importancia de entrenar la atención al presente, recordándonos que “dondequiera que vayas, ahí estás”. Esto no significa renunciar a metas o sueños, sino liberarlos del peso de ser la condición para vivir plenamente.
En la vida cotidiana, esto puede traducirse en pequeños cambios: valorar el café de la mañana en vez de pensar solo en el siguiente gran viaje, disfrutar de un paseo sin esperar que sea “productivo”, reconocer un logro sin descalificarlo con la frase “pero falta lo demás”. Esos gestos parecen insignificantes, pero desarman la maquinaria de la postergación de la felicidad.
La falacia de la llegada también tiene un matiz existencial. Si todo se reduce a alcanzar hitos, entonces la vida es un tablero de metas cumplidas, pero sin sabor en el proceso. El filósofo Alan Watts lo expresó con ironía: “La vida no es un viaje con un destino final, es como la música: no se toca para llegar al último acorde, se disfruta en cada nota”.
Tal vez la propuesta más revolucionaria sea esta: dejar de esperar el momento en que todo encaje y comenzar a habitar la plenitud imperfecta del ahora. Porque si seguimos creyendo en la falacia de la llegada, nunca llegaremos realmente.