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Altibajos de la rendición de cuentas

Septiembre y octubre son meses de ritual político: los informes de gobierno. Desfiles de cifras, aplausos a modo y frases rimbombantes. La Constitución obliga a rendir cuentas, pero lo que presenciamos cada año parece más un acto ceremonial que un ejercicio democrático. La pregunta persiste: ¿qué se rinde en realidad?, ¿información transparente, propaganda o simple trámite?

La rendición de cuentas debería ser la brújula que oriente a todo servidor público, desde el que abre la puerta de una oficina hasta el que firma decretos. Pero ocurre lo contrario: se habla de transparencia mientras la opacidad manda, se presumen obras mientras los problemas sociales se multiplican, se promete eficiencia mientras las auditorías revelan lo contrario.

Primero, la transparencia. El reclamo ciudadano más recurrente es no saber con claridad cómo se gastan los recursos, qué metas se cumplen y cuáles quedan en el cajón del olvido. Un informe sin datos verificables no es rendición de cuentas: es propaganda disfrazada.

Segundo, las prioridades. Una y otra vez, los gobiernos estatales y municipales apuestan por cemento y placas inaugurales mientras la violencia y la inseguridad crecen sin freno. El mensaje es claro: lo visible importa más que lo urgente.

Tercero, la eficacia. La Auditoría Superior de la Federación y los órganos locales repiten el mismo diagnóstico: deficiencias en el manejo de recursos que terminan golpeando la vida diaria de los ciudadanos. Escuelas sin equipamiento, hospitales sin medicinas, calles sin alumbrado. ¿De qué sirve el informe cuando la realidad contradice cada diapositiva?

Pero lo más grave ocurre después del informe: ¿quién revisa a los que dicen rendir cuentas? En teoría, el Congreso. En la práctica, el Congreso se revisa a sí mismo. El Instituto de Fiscalización Superior del Estado audita al Legislativo, pero los resultados los evalúan la Comisión de Vigilancia y la Junta de Coordinación Política, es decir, los mismos diputados fiscalizados. Una escena circular, absurda: el vigilante vigilándose.

Ahí se revela la gran paradoja: mientras los servidores públicos juran “desempeñar fielmente el cargo”, el sistema de control está diseñado para protegerlos más que para exhibirlos.

La sociedad, sin embargo, ya no se conforma con informes que parecen monólogos. Más informada y más exigente, ha encontrado nuevas formas de fiscalización: la crítica inmediata, la denuncia pública, el señalamiento viral. El informe puede quedarse en el salón de actos, pero el verdadero escrutinio ocurre en la calle y en las redes.

En tiempos de exigencia democrática, la rendición de cuentas ya no es un trámite anual. Es un examen permanente. Y quienes no lo entiendan, tarde o temprano, serán reprobados. O como dicen los chavos serán “funados”.

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