Uno de los elementos más estudiados del sistema político mexicano es la sucesión presidencial, muchos libros se han escrito al respecto, algunos la ven desde un punto de vista analítico y otros la novelizan, pero siempre queda la duda, del ¿Qué orientó la decisión? Y ¿Fue la mejor decisión para el expresidente o para el país?
La sucesión presidencial es sin duda el momento más místico del que fue dotado el hiperpresidencialismo en nuestro país que caracterizó al poder público durante la mayor parte del siglo pasado, ello dado que, constituye el momento cumbre del poder de la persona titular del Poder Ejecutivo, pues con su dedo, señalaba al sucesor; pero al mismo tiempo, era el momento en que se eclipsaba para dejar nacer un nuevo sol.
Es ante esta realidad que la decisión sucesoria nunca fue un tema de fácil de digerir para los ostentadores del poder; es justo ahí, la causa por la que es una decisión que se postergaba, aunque implicaba un esfuerzo diario para la construcción de opciones, que comenzaba en el día uno del mandato del Presidente.
La ola democrática que comenzó a recorrer el país a finales del siglo pasado, cambió el juego sucesorio, si bien el Presidente ya no era el garante de la sucesión a su denominado “tapado”, si buscaba encarrilar algún perfil que le diera continuidad y sobre todo, tranquilidad para lo que sería, su séptimo año.
Si hacemos una breve reseña de las sucesiones presidenciales, encontramos que desde 1994, ningún candidato logró controlar la sucesión garantizando que su ficha alcanzara el poder, pero casi todos, lograron blindarse un retiro tranquilo en su paso a la sobra del sistema político; el único que rompió la regla fue Andrés Manuel López Obrador que reinventó su sucesión.
El expresidente López Obrador no sólo logró la continuidad de su proyecto, sino que garantizó una sucesión colectiva y no unipersonal como era la característica del sistema político; heredó a un grupo de personas que le permitieran atarse unas a otras y que sirvieran como freno entre ellas, entregó el poder, pero no necesariamente el control y su dardo más claro, fue el impulsar a su hijo para controlar la cartera más importante, dentro del Comité del Partido MORENA.
Andrés Manuel López Beltrán salió de las sombras del Palacio Nacional y se convirtió pronto en una figura de peso al seno del Poder Político, fue visto como el heredero legítimo que estaba tomando su turno para continuar la carrera sucesoria, pero que en esos momentos estaba en plena preparación.
No hace tanto tiempo que era tal la presencia de Andy en el sistema político, que la propia oposición planteó durante de la discusión de la reforma anti nepotismo en el Congreso de la Unión, el poner un candado que cerrara por completo la puerta al hijo del expresidente y era tan viva posibilidad de abrirse paso rumbo al 2030, que el partido oficial no se atrevió a pensarlo como una forma de diálogo en un país polarizado.
Sin embargo, se puede heredar el poder político, pero no el liderazgo; se puede intentar dejar cobijado en un cargo, pero ello no garantiza el crecimiento y mucho menos una carrera que lo convierta en el sucesor como si fuera dinastía; se puede enseñar frases estructuradas, pero nunca el carisma que garantice seguidores.
Hoy Andy es producto de eso, su presencia se desvanece, es sin duda el hijo, el heredero, el ideal sucesor que su padre creó; desgraciadamente hasta el momento no le alcanza para asumirse como la continuidad del mayor líder opositor de nuestro país en los últimos años; de aquel hombre que entendió que lo importante era parecer y no ser, que se debía privilegiar las frases estructuradas y no las acciones de gobierno, y que el carisma, era más que la congruencia.
Hoy tenemos un heredero sin corona y con la crisis de congruencia en el movimiento, vemos al que algunos coronaron antes de tiempo, simplemente fuera de la foto y sin ninguna relevancia en la narrativa del sistema político mexicana y cuyo papel, es ser solamente una de las causas del golpeteó al liderazgo que algún día construyó su padre.