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Docentes bajo sospecha: cuando una denuncia basta para destruir una carrera

Lo dije o lo pensé

A propósito del reciente escándalo que se ha armado por una acusación que recae sobre un docente en la UAA, conviene recordar que una sola imputación (aunque resulte infundada) puede desencadenar un daño inmediato y, a veces, irreversible en la vida profesional, personal y emocional de un docente. El primer golpe ocurre en las horas críticas: suspensión preventiva sin audiencia previa, retiro de grupos y acceso restringido a plataformas virtuales institucionales. En teoría, son medidas cautelares; en la práctica, operan como una sanción de facto. El mensaje público es inequívoco: “algo habrá hecho”. Desde ahí, la trayectoria acumulada durante décadas queda reducida a un trending topic.

El “juicio” paralelo en redes y medios hace ver a la presunción de inocencia como una rareza o algo indebido. Los hilos, los videos y las notas urgentes no esperan al expediente ni a los órganos internos: editan fragmentos, absolutizan testimonios, penalizan matices. El docente queda atrapado en una paradoja cruel: guardar silencio para no contaminar el proceso es interpretado como admisión; defenderse con vehemencia se lee como presión indebida. En ambos escenarios, la reputación se erosiona. Y cuando la universidad reacciona bajo presión mediática (con comunicados ambiguos, comisiones improvisadas o sanciones exprés) la catástrofe reputacional se institucionaliza.

El costo humano rara vez se contabiliza. La interrupción del trabajo académico trae consigo pérdida de ingresos, proyectos cancelados, becas en pausa, y un estigma que se filtra a colegas, gremio, estudiantes y familia. En lo emocional, aparecen la ansiedad crónica, el insomnio, la hipervigilancia, el retraimiento social. Incluso si una investigación concluye que la denuncia fue infundada, el algoritmo no firma fe de erratas: los buscadores conservan el “nombre + acusación” como una cicatriz indeleble.

Nada de esto implica minimizar la necesidad de escuchar, proteger y reparar a quien denuncia, ni diluir la lucha contra el acoso y la violencia. Se trata, más bien, de elevar los estándares de verdad y justicia para todos los involucrados. Las universidades deben sostener tres principios simultáneos: 1) canales seguros y confidenciales para denunciar, 2) debida diligencia con tiempos definidos y reglas claras, y 3) medidas cautelares proporcionales y reversibles, sustentadas en un umbral mínimo de verosimilitud razonable, no en la presión del día.

Urgen protocolos que separen la gestión del riesgo de la penalización temprana: suspensiones con plazos y motivación escrita; comité mixto con expertos externos; derecho del docente a conocer imputaciones y pruebas desde el inicio; acompañamiento psicológico para ambas partes; y un plan de reparación reputacional si la acusación no se sostiene (rectificación pública, cartas a patrocinadores de proyectos y grupos de interés). En comunicación, menos espectáculo y más precisión: partes informativas que describan proceso y salvaguardas, sin juicios anticipados ni adjetivos incendiarios.

La fortaleza moral de una institución no se mide por la velocidad con la que castiga, sino por la calidad con la que investiga. Si las universidades no resisten el embate del linchamiento digital y la prisa mediática, ceden su función de garante y se vuelven cómplices de daños irreparables. Proteger a las víctimas y proteger el debido proceso no son metas rivales: son, justamente, las dos columnas de la misma justicia.

Jorge Antonio Rangel Magdaleno

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