Opinión
Por primera vez en cuatro décadas, México recibe una noticia distinta: la pobreza ha retrocedido. Según los últimos datos del INEGI, presentados por la presidenta Claudia Sheinbaum, el porcentaje de población en situación de pobreza pasó del 41.9 % en 2018 al 29.6 % en 2024. En números concretos, significa que 13.4 millones de mexicanas y mexicanos dejaron de vivir en pobreza y que la pobreza extrema se redujo a la mitad: de 12.3 millones a poco más de 7 millones de personas.
No son simples cifras: son vidas que cambian. Son niños que pueden comer mejor, familias que respiran un poco más tranquilas, jóvenes que ven abrirse la puerta de la universidad o de un empleo formal. Cada número es un rostro, una historia que deja de estar marcada por la carencia.
Justicia social en movimiento
Lo que se vive hoy no es casualidad. La política de incrementar el salario mínimo, fortalecer programas de bienestar y apostar por la redistribución ha dado frutos. Se trata de un hecho político y social de enorme relevancia: México, históricamente marcado por la desigualdad, empieza a recorrer el camino de la justicia social.
Durante décadas se nos repitió que la pobreza era un fenómeno inamovible, casi natural, como si estuviera inscrita en nuestro ADN social. Hoy los datos dicen otra cosa: sí se puede mover la aguja. Sí es posible reducir la brecha y cambiar el destino colectivo cuando el Estado coloca en el centro a quienes más lo necesitan.
La herida abierta
Sin embargo, no podemos engañarnos: la herida no está cerrada. Tres de cada diez mexicanos aún viven en pobreza; son 38.5 millones de personas. Las cifras también revelan que los sectores más golpeados siguen siendo los de siempre: los pueblos originarios, las comunidades indígenas, las niñas y niños menores de cinco años, y las familias en regiones rurales marginadas.
La pobreza no solo es ingreso insuficiente: es hambre, falta de servicios de salud, viviendas precarias, discriminación, falta de voz. Por eso, más allá de la celebración, este momento exige lucidez: el avance es real, pero incompleto.
Una justicia que se construye paso a paso
La presidenta Sheinbaum lo llamó una hazaña de la Cuarta Transformación, y con razón: nunca antes se había logrado en tan poco tiempo un descenso de esta magnitud. Pero más allá de las banderas políticas, lo que está en juego es la construcción de un país distinto: más equitativo, más justo, más humano.
Reducir la pobreza es hacer justicia social. Es reconocer que ningún niño debe acostarse con hambre, que ninguna madre debe elegir entre medicinas o comida, que ningún joven debe abandonar sus estudios porque no puede pagarlos.
Cada punto que baja la estadística es un paso en la dignificación de la vida. Cada millón que sale de la pobreza es un triunfo colectivo.
El reto que viene
El desafío es monumental: convertir este avance en un proceso sostenible y duradero. No basta con disminuir la pobreza en una medición; se trata de transformar las estructuras que la producen: garantizar educación de calidad, empleos dignos, acceso universal a la salud, igualdad de género y oportunidades reales para todos los territorios.
Porque la pobreza no es solo un problema económico: es un problema ético y político. Un país que reduce la pobreza avanza en democracia. Un país que combate la desigualdad se fortalece en su tejido social.
Cerrar la herida
Hoy podemos decir que la herida de la pobreza comienza a cerrarse. No está cicatrizada, pero la dirección es clara. México camina hacia adelante y demuestra que cuando hay voluntad política y compromiso social, la justicia deja de ser un discurso y se convierte en realidad.
El reto es no retroceder, no conformarnos, no permitir que esta oportunidad histórica se diluya. El verdadero triunfo no será solo reducir la pobreza, sino abrir la puerta a la dignidad, a la educación y a la ciudadanía plena para todos y todas.
Porque un país no se mide por los lujos de unos cuantos, sino por la dignidad de quienes tenían menos. Y en ese camino, paso a paso, México comienza a sanar.