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Cicatrices que moldean

Punto Crítico

Twitter: @Mik3_Sosa

El trauma infantil es un visitante silencioso que no se anuncia, pero deja huellas profundas. Puede surgir de situaciones evidentes —violencia, abuso, negligencia— o de experiencias más invisibles, como la ausencia emocional o el miedo constante. La psicología moderna reconoce que la infancia no solo es una etapa de juego y aprendizaje, sino el taller donde se forja la estructura emocional, cognitiva y social que acompañará a la persona durante toda su vida. ¿Cómo puede un evento vivido a los cinco años seguir influyendo en las decisiones, miedos y relaciones de alguien de treinta? La respuesta está en el modo en que nuestro cerebro y nuestra psique aprenden a sobrevivir.

Los expertos en trauma, como Bessel van der Kolk, autor de El cuerpo lleva la cuenta, han mostrado que la memoria del dolor infantil no se guarda únicamente en palabras o imágenes, sino en sensaciones físicas y patrones automáticos de reacción. El cuerpo se convierte en archivo, y el adulto responde a estímulos actuales como si fueran amenazas antiguas. Esto puede manifestarse en ansiedad crónica, dificultad para confiar o en la repetición inconsciente de vínculos dañinos.

En México, las cifras de violencia y abuso infantil siguen siendo alarmantes. Sin embargo, la cultura a menudo minimiza el impacto de estas experiencias, bajo frases como “ya supéralo” o “a todos nos fue igual”. Esta normalización invisibiliza el daño y retrasa la búsqueda de ayuda. No se trata de vivir en el pasado, sino de reconocer que el pasado vive en nosotros. La intervención temprana no solo previene trastornos mentales, sino que abre la puerta a una adultez más plena y consciente.

El trauma infantil no determina nuestro destino, pero sí traza un mapa inicial. La neurociencia ha demostrado que el cerebro es plástico, capaz de reorganizarse a través de experiencias reparadoras. Terapias como la EMDR (Desensibilización y Reprocesamiento por Movimientos Oculares) o el trabajo somático ayudan a desactivar el “modo supervivencia” y permitir que la persona construya una narrativa distinta sobre sí misma. Como diría Viktor Frankl, “entre el estímulo y la respuesta hay un espacio, y en ese espacio está nuestro poder de elegir”.

También es clave el papel de la comunidad. Un entorno seguro, relaciones sanas y el acompañamiento profesional pueden funcionar como antídotos contra las heridas tempranas. Los estudios sobre resiliencia muestran que basta con una figura significativa —un maestro, un amigo de la familia, un mentor— para que un niño expuesto al trauma tenga más probabilidades de crecer con salud emocional. El amor, en su forma más consistente y paciente, es un factor terapéutico poderoso.

Llevar este tema a la conversación pública implica romper con la idea de que “el tiempo lo cura todo”. El tiempo sin atención ni acompañamiento no cura; a veces, enquista. Reconocer y atender el trauma infantil no es abrir viejas heridas, sino evitar que sigan sangrando en silencio. Es un acto de responsabilidad social y de justicia emocional.

En última instancia, hablar de trauma infantil y su impacto en el desarrollo adulto es hablar de esperanza. Porque si bien no podemos cambiar lo que sucedió, sí podemos transformar la forma en que nos relacionamos con ese pasado. El trauma nos recuerda que el dolor no es solo una carga, sino también una oportunidad para construir una identidad más fuerte, compasiva y libre. La cicatriz puede dejar de ser un recordatorio de la herida para convertirse en un testimonio de sanación.

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