Hay ciudades que se viven con el alma. Algunas se construyen con ladrillos, otras con versos; ciudades que no necesitan coordenadas geográficas para existir, pues basta con una guitarra y una que las ponga en el mapa. Las ciudades de Joaquín Sabina no aparecen en los catálogos turísticos, pero todos hemos paseado por sus calles empedradas, por sus bulevares de sueños rotos. Su ciudad es un estado de ánimo.
Sabina no canta sobre Madrid, Buenos Aires o Shangri-la: canta sobre la ciudad como símbolo, sobre ese conglomerado de vidas, de pasiones, de tristezas y alegrías, de sonrisas y recuerdos que vive de noche, que se alimenta de excesos, que se acuesta tarde y se levanta peor; esa ciudad que encarna la contradicción humana entre el deseo de libertad y el miedo a la soledad.
Desde el glamour falso y las luces nocturnas que encandilan, pero no iluminan y que la convierten en una caricatura de sí misma, hasta los espacios majestuosos de un pasado histórico que silente contempla como sus hijos se hacen adultos, más adultos cada día, la ciudad es un escenario múltiple donde conviven la farsa y la memoria, el vértigo del presente y la solemnidad de lo que fue. Entre bares de neón que prometen noches que nunca cumplen y fachadas coloniales que resisten con dignidad el paso del tiempo, la ciudad observa a sus habitantes repetir los mismos rituales con distintos disfraces: salir, buscar, perderse, volver. En esa tensión entre el artificio moderno y la nostalgia de un esplendor de ayer, Joaquín Sabina sitúa su lírica urbana, retratando ciudades que envejecen con sus gentes y que, como ellas, aprenden a sobrevivirse sin renunciar del todo a la esperanza ni entregarse por completo al desencanto.
Sabina ha dibujado una ciudad, muchas ciudades, donde caben los marginados, los adictos a las causas perdidas, los coleccionistas de derrotas, los románticos sin horario, los nostálgicos de lo que nunca fue. Porque la ciudad es un todo, un conjunto vivo que deja el alma en su dinámica cotidiana, solo para amanecer renovada al día siguiente.
Lo fascinante de Joaquín es que no canta sobre la ciudad: canta desde la ciudad. No se coloca como observador externo, sino como habitante orgulloso, atribulado pero orgulloso. Su voz no es la del cronista neutral, sino la del sobreviviente, como todos que navegamos en la procelosas aguas de lo urbano.
Por eso su geografía no se mide en avenidas ni manzanas. Pues una ciudad no es un sitio, sino un tiempo que se escapa entre luces de semáforo y portales cerrados, calles tumultuosas en las que se anda en soledad, voces d conocidos y miradas desconocidas que compartimos un espacio y un momento.
La ciudad es el escenario y es también el guion. Es el libreto de nuestras vidas. Y eso es mientras los tengamos para reír, para escribir, para volver a empezar, la ciudad seguirá siendo nuestra, no de sus gobernantes, sino nuestra, suya, mía.
Va esta columna para tres sabineros de alma templada: Mine, Sergio Dávila y Luis González.