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Donald Trump eleva incertidumbre para las naciones

Era solo cuestión de tiempo antes de que la guerra de Donald Trump contra lo que solíamos conocer como la economía mundial se extendiera más allá del comercio. Como era previsible, mientras su guerra comercial se prepara para entrar en una nueva fase la próxima semana —cuando está previsto que entren en vigor los aranceles del llamado “Día de la Liberación”—, acabamos de presenciar la primera escaramuza en un segundo frente: el de los impuestos.

En 2021, los países liderados por el G7 y la OCDE alcanzaron un acuerdo para reformar las normas fiscales aplicables a las empresas multinacionales. Durante años, la falta de actualización de una red obsoleta de tratados fiscales bilaterales —diseñados originalmente para evitar la doble imposición— generó, con demasiada frecuencia, un efecto contrario: una doble no imposición. Esto abrió lagunas legales que permitieron a las compañías declarar sus utilidades en jurisdicciones con impuestos bajos o nulos.

Los esfuerzos internacionales para frenar la llamada “erosión de la base imponible y el traslado de utilidades” culminaron, en gran parte gracias al impulso del primer secretario del Tesoro de Donald Trump, Steven Mnuchin, en un nuevo marco normativo. Estas reglas permiten a los países gravar a las empresas que operan dentro de sus fronteras, incluso si esas compañías no enfrentan una carga fiscal adecuada en otros lugares.

Otorgar a otros países el derecho a gravar las utilidades de empresas estadunidenses nunca fue del agrado de Donald Trump. La defensa de la soberanía fiscal y el rechazo a la extraterritorialidad son posturas bipartidistas en Washington, y con el estilo combativo de Trump, el conflicto era inevitable. La incógnita ahora es cómo responderán otros países.

El sábado pasado, el resto del G7 cedió a la exigencia de Estados Unidos (EU) de exentar a sus empresas de dos normas consideradas particularmente injustas. A cambio, Washington acordó eliminar el artículo 899 de la ley One Big Beautiful Bill Act, una cláusula que —probablemente diseñada como herramienta de presión— habría impuesto nuevos impuestos a empresas de países acusados de discriminar a compañías estadunidenses. La OCDE celebró el acuerdo.

Ceder ante EU quizá no fue la mejor decisión. Al fin y al cabo, demostró que el chantaje puede funcionar, y la administración Trump rara vez deja claros los compromisos que mantendrá. En este caso, el Departamento del Tesoro aseguró que abordará cualquier riesgo “sustancial” de traslado de utilidades dentro de su sistema, trabajando “hombro a hombro” con el esquema internacional. Pero no está claro cómo se dará seguimiento ni cómo se hará cumplir ese compromiso.

Sin embargo, los demás países del G7 pudieron haber considerado que, entre tantas batallas, esta no valía la pena. Así fue en el caso de Canadá, que cedió rápidamente en otro frente fiscal: eliminó su impuesto a los servicios digitales luego de que Trump cancelara negociaciones comerciales y amenazara con subir aranceles a productos canadienses.

Este tipo de impuestos también promete generar tensiones con Europa. El Reino Unido, Francia, España e Italia han adoptado versiones similares. Para los países de la Unión Europea, respaldados por el tamaño de su bloque comercial, resistir la presión puede ser más factible. En lugar de ceder soberanía fiscal a cambio de un acuerdo rápido, harían bien en mantener firme su posición mientras negocian con Trump.

Lo cierto es que las empresas no se benefician de estas disputas. En lugar del acuerdo arduamente negociado, algunas multinacionales ahora enfrentan un sistema dual más complejo que, en teoría, recauda impuestos equivalentes. Que las normas fiscales se hayan convertido en herramientas de presión económica añade una nueva capa de incertidumbre. Intencional o no, el costo de hacer negocios transfronterizos volvió a subir.

 

 

 

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