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Pequeño Jaguar: Una fábula

Rodolfo Ornelas | 20/06/2025 | 09:00

Siempre he sido un jaguar muy curioso. Aquí estoy, con ocho años, y soy el felino más preguntón del planeta. En lugar de prestar atención a los hechos, la realidad o lo concreto de las cosas, mi objetivo siempre son los porqués detrás de ellas. Así que, en la escuela, cuando que la maestra Ramírez nos platica que acaba de adoptar un hermoso pastor alemán que adora los paseos por el Parque de Morales, o menciona que en 1847 Juan Escutia se envolvió en la bandera mexicana y saltó desde la torre más alta de un castillo en medio de la batalla de Chapultepec, yo nomás no dejo de pensar: ¿Por qué? ¿Por qué un pastor alemán? ¿Por qué ese chavo hizo eso con la bandera? Y los mapas de mi mente emprenden el viaje de encontrar razones, porque así como necesito las preguntas, también necesito las respuestas. Como cualquier jaguar, mi curiosidad se inclina hacia intentar comprender algo que no tiene ningún sentido: la vida.  

Así que salgo de clases en el Colegio Minerva y me subo a la vieja camionetita roja de mi papá, que se mueve y tambalea como carruaje del Viejo Oeste. Me está recogiendo después de trabajar su primer turno y, con voz cansada pero nada fuera de lo común, me dice:

—Traje Florentinas de la oficina. ¿Quieres una?—

Mi padre siempre parece no tener ninguna pregunta sobre el mundo y que ha logrado entenderlo todo. Probablemente por eso tiene esa forma aburrida de hablar. Y justo al lado de un jaguar adulto tan perfecto, está este cachorro inexperto, intenso y descontrolado que pregunta:

—¿Por qué el 1, el 2 y el 3 son los primeros números?

¿Por qué el cielo es azul?

¿Cuánta sal hay en el océano?

¿Quién hizo el primer sonido en la historia de la humanidad?

¿Por qué tenemos una sola nariz?

¿Se vería todo igual si tuviéramos tres ojos?

Esta no es la primera vez que hago todas mis preguntas, así que mi papá lo toma como algo rutinario. Y sigue conduciendo, con la mirada cansada, a lo largo de la Avenida Carranza, pasando por los Bisquets Obregón y el castillo potosino. Y yo continúo:

¿Por qué me aseguro de tener los pies dentro de la cama cuando me da miedo la oscuridad?

¿Qué pensó la primera persona que experimentó la oscuridad de la noche?

¿Se asustó cuando se apagó la luz del sol?

¿Por qué llamamos al color rojo "Rojo"?

¿Por qué llamamos al color morado "Morado"?

>>Papá, ¿puedes responder especialmente a esta última pregunta?

—No tengo la menor idea —dijo sin más.

—¿Puede alguien pensar en dos idiomas al mismo tiempo?

¿Por qué escuchamos música?

¿Por qué algunas personas lloran al escuchar música?

¿Por qué tanta gente llora viendo "Diario de una pasión", "Titanic" y "Los puentes de Madison"?

¿Por qué lloramos?

—Supongo... yo... —Mi padre dudaba.

—¿Por qué se envidian cosas?

¿Existe ya un destino o lo creamos día con día?

¿Crees que es posible que me convierta en el Zorro cuando sea grande?

—¡Ya basta! —declaró papá, frenando bruscamente tanto el coche como mi mente, justo frente a La Parroquia y muy cerca de tomar la glorieta para girar hacia la calle de Gorriño y Arduengo. —Mijo, todos los días te recojo de la escuela y no hablamos acerca de nada más que de tus preguntas —Comenzaba a aparecer el sarcarmo—. ¿Podríamos, por favor, añadir tantita variedad a nuestros momentos juntos sin preguntar nada?—

Y tras una pausa, tuve el coraje inconsciente de decir:

—¿Y si pregunto de futbol?—

—¿Ves? ¡Otra pregunta! —Observó un molesto padre jaguar—. No tengo las preguntas para ninguna de tus respuestas. ¡Digo! Que no tengo las respuestas a ninguna de tus preguntas, ¿de acuerdo?—

Hubo un breve silencio en la camionetita roja. Por primera vez en mi vida siento que mis preguntas son un pecado. Que preguntar está mal. Y que puede enfadar a los demás. Ahora mi papá no solo está aburrido, también está enfadado. De repente, recuerdo algo interesante que pasó en el colegio, que sería útil para romper este silencio incómodo y que a mi papá podría interesarle.

—Papá, hoy mi compañero Gonzalo dijo que Dios no existe. Y me molesté mucho con él por decirlo, pero no sabía cómo explicarle que Dios sí existe. Me han enseñado que ahí está, en el cielo, pero estaba irritado y se me trabaron las palabras—.

¿Hay alguna pregunta en lo que acabo de decir? No lo creo. ¡Perfecto! Ahora puedo respirar. Y al llegar a casa, parece que mi padre, estacionándose con cuidado y  pensando con más calma, intenta encontrar las palabras para continuar nuestra conversación, tarea nada fácil para él. Así que responde:

—Bueno, Dios... Dios es... Dios es todas las cosas hermosas. Las cosas que te hacen llorar, las que te hacen reír, las que te hacen sentir vivo. Dios es lo difícil y lo fácil. Dios fue para mí el día que naciste, o la cobija que te abrigaba de cachorro. Mucha gente cree que existe un Dios en persona; otros lo llaman Universo, Inspiración o Luz—.

¡Y sorpresa! Sin buscarla, obtuve una respuesta. ¡Y ni siquiera tuve que cuestionar nada! Mi papá contestó la que es probablemente una de mis preguntas más difíciles: ¿Cómo sabemos que Dios existe? Y respondo de la mejor manera que este jaguar de ocho años podría haberlo hecho:

—Creo que este momento contigo es Dios, papá. Esto es Dios, ahora mismo—.

Un paseo de rutina en esta vieja carcachita se convierte en un momento trascendental que aumenta mi curiosidad. Ahí, me doy cuenta de que mi papá tiene una pequeña, muy pequeña sonrisa en su rostro y sus ojos ya no muestran aburrimiento. Estoy orgulloso de ser quien causó eso.

Siempre he sido un pequeño jaguar muy curioso. Pero mi relación con las preguntas cambia con cada respuesta que recibo. Creo que las preguntas son como olas en el océano: van y vienen. A veces llegan de forma agresiva, y a veces son muy suaves, pero nunca se quedan. Resueltas o no, se van. Las preguntas son un momento de turbulencia entre la tierra y el cielo, que se exploran caminando o viajando en la camioneta de mi papá. ¡Ah! Por cierto: ¿por qué la maestra Ramírez adoptó un hermoso pastor alemán? ¿Por qué?

Le dejo una recomendación musical para su fin de semana: "Sarà Perché Ti Amo", canción de Ricchi & Poveri.

Texto de Rodolfo Ornelas, bajo notas de Katie Harriman y Felix Pire