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Ciudades monasterio

Jorge Chessal Palau | 10/06/2025 | 22:52

Hoy que las ciudades se definen por su tráfico, sus edificios o sus centros comerciales, cuesta imaginar centros urbanos que hayan crecido y existido alrededor del silencio, la contemplación y la búsqueda de lo sagrado. Europa está llena de estas huellas: ciudades-monasterio, donde el corazón del lugar no era un banco, ni un castillo, sino una abadía, donde la campana marcaba el ritmo del día, y la oración era la medida del tiempo.
 
Estas ciudades monasterio no deben confundirse con pueblos religiosos o simples comunidades con una iglesia. Estamos hablando de ciudades cuyo desarrollo histórico, económico, político y cultural estuvo directamente vinculado al poder de una orden religiosa, al prestigio de un monasterio y al influjo espiritual que ejercía sobre sus habitantes y visitantes. 
 
Uno de los ejemplos más emblemáticos es Cluny, en la Borgoña francesa. Fundada en el año 910, la Abadía de Cluny se convirtió durante siglos en la cabeza de una vasta red de monasterios repartidos por toda Europa occidental. Allí floreció la orden cluniacense, de origen benedictino, pero con características propias, que no solo revolucionó la vida monástica, sino que influenció el arte, la cultura y hasta la política papal. La ciudad de Cluny era prácticamente una extensión del monasterio. Y fue más poderosa que muchas capitales seculares.
 
Otro ejemplo es el Mont-Saint-Michel, en Normandía, también en Francia. Esta isla rocosa, coronada por una abadía gótica, fue tanto fortaleza como santuario. Durante siglos atrajo peregrinos que cruzaban con la marea baja para llegar hasta sus puertas, y su monasterio se convirtió en el eje de un pequeño poblado que vivía para y por los monjes. La verticalidad del Mont-Saint-Michel no es solo geográfica, sino simbólica: del pueblo a los muros, de los muros a la iglesia, de la iglesia al cielo.
 
En Italia, la Abadía de Montecassino fue fundada por San Benito en el siglo VI y donde nació el encierro monástico occidental y modelo de organización espiritual. Su influencia fue tal que los monjes no solo rezaban: copiaban manuscritos, enseñaban, curaban y gobernaban vastas extensiones de tierra. Montecassino fue destruida varias veces, incluso durante la Segunda Guerra Mundial, pero siempre ha renacido. 
 
En los Alpes austríacos se alza el Monasterio de Melk, que domina el río Danubio como si fuera un celoso guardia espiritual. A su alrededor, la ciudad creció y prosperó, impulsada por la presencia educativa y religiosa de los benedictinos. Hoy, Melk es una joya barroca, pero aún conserva esa sensación de ciudad que se ordena en torno al claustro, al coro y al campanario.
 
Tal vez podamos aprender de ellas a reconectar con algo que nuestras ciudades modernas parecen haber perdido: la capacidad de silencio, de profundidad y de trascendencia
 
Con la actual ansiedad urbana y saturación digital, pensar en las ciudades monasterio puede ser un recordatorio de que alguna vez hubo espacios donde el tiempo no se medía en productividad, sino en sentido.