Pbro. Lic. Salvador González Vásquez | 05/01/2025 | 02:55
Todos necesitamos de alguien que nos guíe. Porque la vida, tiene infinitos caminos; y, no todos conducen a la felicidad.
Por eso, siempre estamos en riesgo de cambiar de ruta, y perder el rumbo.
La vida, es como un laberinto, donde se puede perder, y acabar confundido.
Entre la multiplicidad de opiniones, y los diversos modos de ver la existencia, podemos quedar atrapados en por interpretación equivocada.
Por eso, cuando llegamos a este mundo, Dios pone una “estrella” en el camino. Y esa, es la señal que debemos seguir para llegar al lugar indicado.
Pero, son pocos los que se dejan llevar por las señales de Dios; y se quedan atrapados en una propuesta incorrecta.
Mas aún, el mundo y sus opiniones, hacen que perdamos la señal que Dios nos envía.
Eso, fue precisamente, lo que pasó con los magos venidos de oriente.
Así lo narra la Escritura: “ Unos magos de oriente llegaron entonces a Jerusalén y preguntaron: ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo”. ( Mt.2).
Cuando los magos se aproximan a Herodes, se pierde la señal. Y, ya no pueden percibir la estrella.
Ya que, Herodes, como muchos, no tiene el deseo de adorar a Dios.
Y todo, porque aquello que para unos es la salvación, para otros será su ruina.
La ceguera de los afectos, nos impide detectar la señal Divina, para seguirla, hasta que nos lleve hacia Dios.
Decía un proverbio oriental: “ Cuando el sabio señala la luna, el necio mira el dedo, pero el dedo y la luna pertenecen a dos mundos diferentes, a dos realidades distintas…”.
El sabio, mira hacia el cielo; porque sigue las señales que el Señor le manda.
Pero los necios, se quedan analizando al dedo que señala, es decir, al hombre que les habla de Dios. Y así, es imposible llegar hasta el pesebre.
Por tanto, hay que dejarnos cautivar, siguiendo las señales Divinas.
Porque, siguiendo la señal, podremos alcanzar gloria.
Pbro. Lic. Salvador Glez. Vásquez.
Evangelio del día
Lectura del santo evangelio según san Juan 1, 1-18
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.