“Porque como nos han enseñado, solo lo que se nombra existe” fueron las palabras de la actual presidenta, así, con “A”: Claudia Sheinbaum, reivindicando la existencia de muchas profesiones que solo son nombradas en masculino, pero Presidenta con A, no ha sido del todo bien recibido. En un país que presume de avances hacia la igualdad, las palabras aún reflejan las profundas raíces del machismo. Es irónico que, mientras se toleró por décadas la palabra “sirvienta” sin cuestionamiento, hoy se debata si una mujer en el poder debe ser nombrada con la dignidad que su cargo amerita: con A al final.
La discusión sobre el uso de “la presidenta” no es solo lingüística, sino política y cultural. ¿Acaso incomoda que las mujeres ocupemos espacios de poder, incluso en el lenguaje?
Durante siglos, los roles femeninos estuvieron confinados al ámbito privado, y términos como “sirvienta” era incuestionable y no representaba resistencia alguna, se usaba sin pudor, sin contemplación, como si describir el trabajo de una mujer reducida a la servidumbre fuera algo tan común como respirar. Estaba normalizado nómbralas así, con A al final; sin embargo, cuando las mujeres comenzamos a ocupar el espacio público, el debate no solo se centró en nuestras capacidades, sino también en la manera en que se nos nombra. La transformación de los espacios de poder es innegable.
Según datos de ONU Mujeres, el 54% de las universidades en México tienen matrícula mayoritariamente femenina, las mujeres representan el 45% de los emprendimientos en América Latina y en 2024, más del 40% de los ministerios en varios países latinoamericanos están liderados por mujeres, 31 países tienen jefas de Estado o de Gobierno. La estadística es reveladora: mientras en 1970 menos del 5% de las mujeres en la región ocupaban cargos directivos, hoy representamos el 10.5% de los puestos de liderazgo empresarial. El impacto económico es tangible. Un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) reveló que las empresas con liderazgo femenino tienen un 30% más de probabilidades de innovar en comparación con aquellas dirigidas exclusivamente por hombres. Aunque esto muestra avances, queda mucho por hacer. En México, hemos dado pasos importantes hacia la paridad de género. Actualmente, 50% del Congreso federal está compuesto por mujeres, posicionándonos como uno de los líderes globales en representación política femenina.
Sin embargo, la cultura machista persiste. A las mujeres en el poder se les exige ser impecables: conciliadoras pero firmes, maternales pero profesionales, y siempre bajo escrutinio. Mientras tanto, los hombres han liderado históricamente sin enfrentar estas mismas expectativas.
Tener una presidenta es más que un título; es un acto simbólico que redefine el poder. Pero el desafío no termina con su nombramiento. Necesitamos garantizar que las mujeres en el poder transformen sus contextos. Esto implica crear políticas públicas que impulsen la inclusión económica, fomentar liderazgos diversos en el ámbito empresarial, político y social, además de erradicar las barreras que aún enfrentamos.
No es casualidad que el lenguaje haya mutado. Cada palabra que eliminamos, cada estereotipo que desmantelamos es un acto de resistencia y de resiliencia.
Es hora de transformar el lenguaje en acción y las palabras en políticas. Porque mientras debatimos sobre términos, el mundo sigue necesitando mujeres que lideren, que rompan barreras y que demuestren que el futuro no es solo femenino, sino igualitario.