Estimadas y estimados amigos de plano informativo, cuando llega el Día de Muertos en México, los caminos se llenan de misterios que unen dos mundos: el de los vivos y el de aquellos que han partido. En San Luis Potosí, este viaje místico toma un carácter único, con cada región del estado impregnada de sus propios matices y rituales. Esta festividad es una tradición milenaria que, lejos de temerle a la muerte, la celebra, y en cada altar, en cada ofrenda, se da testimonio de un amor tan fuerte que desafía al tiempo y a la distancia.
En este estado, las celebraciones del Día de Muertos inician con la famosa colocación de altares en las casas, en las plazas y en los panteones. Son altares que, entre cempasúchil, veladoras y copal, invocan la llegada de quienes, desde el más allá, caminan de vuelta a los hogares donde alguna vez fueron queridos. Cada elemento que compone la ofrenda tiene un propósito. Las calaveritas de azúcar nos recuerdan que la muerte es dulce y siempre presente, mientras que el pan de muerto, con su aroma y forma, nos remonta a la tradición prehispánica de honrar a los difuntos como miembros eternos de la familia. Las velas iluminan el camino para los espíritus, guiándolos hasta sus seres queridos en una noche en que la memoria vence la oscuridad.
Es en la Huasteca Potosina donde este festejo adquiere un tono más enigmático y profundo, conocido como el Xantolo. Aquí, entre montañas y ríos que parecen custodiar secretos ancestrales, los habitantes reciben a sus difuntos con danzas que fusionan misticismo y devoción. Las máscaras que usan los danzantes representan a los muertos que vuelven, y con cada paso, parecen desdibujar la línea entre lo humano y lo espiritual. En esos momentos, los pueblos se llenan de música y rezos en náhuatl y téenek, como si invocaran a los dioses antiguos para que permitan a las almas regresar y disfrutar de la compañía de los vivos. La región se sumerge en un ambiente de respeto profundo y, al mismo tiempo, de alegría: es una fiesta, pero también un rito de comunión.
Más hacia el altiplano potosino, en lugares como Real de Catorce, el Día de Muertos adquiere un aire de serenidad y recogimiento. Los cementerios de este pueblo mágico se iluminan en la noche y, entre el viento frío que arrastra historias olvidadas, se escucha apenas el murmullo de quienes vienen a visitar las tumbas de sus seres amados. En este rincón del estado, la tradición se vive en silencio, con una solemnidad que parece querer resguardar a cada alma que regresa. Las veladoras, protegidas del viento con pequeñas láminas, crean un resplandor casi etéreo que transforma el cementerio en un lugar de paz donde se siente el susurro de los que se han ido.
Por su parte, en la capital potosina, las festividades de Día de Muertos combinan la tradición popular con toques contemporáneos. Desde hace algunos años, las calles del centro se llenan de desfiles en los que personajes disfrazados de catrinas y catrines, junto a enormes alebrijes, recuerdan el legado artístico de esta celebración. Es un espectáculo visual que atrae a locales y turistas por igual, quienes pueden admirar los colores vibrantes, las flores y el ingenio que esta fiesta representa. Al mismo tiempo, el Museo del Ferrocarril y otros espacios culturales ofrecen altares y exposiciones que explican el simbolismo y la historia de este ritual milenario, profundizando en su significado espiritual.
La celebración del Día de Muertos en San Luis Potosí es un homenaje a aquellos que nos han dejado, pero que siguen vivos en nuestra memoria y en los espacios que alguna vez compartieron con nosotros. Al colocar cada ofrenda, al iluminar cada vela, las familias potosinas crean un puente efímero hacia un mundo que permanece oculto, pero que, una vez al año, se abre para recibir a los que se han marchado.
En cada rincón de nuestro estado, se respira un aire diferente, como si el tiempo se detuviera y los habitantes quedaran suspendidos en una dimensión donde la vida y la muerte caminan de la mano. El Día de Muertos no es solo una tradición, es un recordatorio de que la muerte no es el fin, sino un cambio de forma; una promesa de que, a través del recuerdo, quienes se fueron estarán siempre cerca, protegidos por un manto de flores, aromas y canciones.
Quizá sea eso lo que hace de esta festividad algo tan especial, tan profundamente nuestro: la certeza de que, mientras vivamos para recordarlos, nuestros muertos no se irán del todo.