José Luis Solís Barragán | 15/06/2024 | 13:13
Una de las características naturales de las democracias son las transiciones gubernamentales, es decir el pase de estafeta de una administración a otra, la entrega del poder, y ello mismo implica un proceso en que el gobernante saliente empieza a abrir espacios para que el mandatario entrante comience a tomar de forma gradual las riendas del país.
Las transiciones debieran ser procesos sin sobresaltos, la continuidad gubernamental en la que la administración pública cambia de liderazgo, mismos que pueden tener visiones opuestas, pero respetan el periodo que existe entre la extinción de un mandato y el surgimiento del siguiente.
Para el México postrevolucionario, generalmente las transiciones se sobrellevaban con cierta tranquilidad, el poder del Titular del Poder Ejecutivo mostraba su punto cúspide en la designación del candidato del PRI a la presidencia, pero era también ese momento, el justo instante en que su poder se diluía, para ver nacer al nuevo Tlatoani.
En la transición y posterior alternancia el Presidente ya no tenía la capacidad de decidir quién sería el heredero del poder político, y con ello se robusteció más el respeto de la regla de ceder el espacio de control al nuevo presidente, incluso en algunos casos, el ocupante de los Pinos, literalmente desapareció de la escena nacional.
Esto es importante decirlo porque con las transiciones de gobierno debe tejerse en fino, se debe buscar no afectar la administración pública, la estabilidad política y económica del país, ya que debemos entender que puede ser una lucha de imposición entre poderes que coexisten por un periodo de tiempo.
En nuestro país no todas las transiciones han sido las óptimas, en su libro cambio de rumbo”, Miguel de a Madrid Hurtado señalaba que la noticia de nacionalizar la banca de José López Portillo fue una charla breve y que no concluyó en nada, sin embargo, el día del informe estando él presente, se emitió el Decreto y la carga política y económica, la recibiría el nuevo gobierno.
Doce años después, en 1994, la transición fue turbulenta en términos económicos, Carlos Salinas de Gortari cerraba su sexenio con una serie de sucesos traumáticos que habían provocado fugas de capital y por lo que nuevo gobierno encabezado por Ernesto Zedillo, recibió un país con presiones importantes, por lo que el error de diciembre afectó seriamente a las familias mexicanas.
Después de esa transición caótica del 1994, los cambios de gobierno durante los primeros sexenios del nuevo siglo fueron bastante tersos, no se vivieron con conflictos o situaciones que afectaran al país.
En el 2018 fuimos testigos de una transición sin precedentes, un presidente acorralado por su baja popularidad y un gobierno electo con un amplio margen, debían coexistir, lo que nadie esperaba es que Enrique Peña Nieto se hiciera chico y literalmente bajara la cortina de su gobierno y entregara la estafeta 5 meses antes.
Seis años después el escenario vuelve a ser diferente un gobierno electo con una alta legitimidad electoral y un presidente saliente con fuerza política y con una careta de líder natural del movimiento que el mismo comenzó; y ante esta realidad, estamos viviendo una nueva forma de transición de gobierno.
No es un escenario fácil para el gobierno entrante desplazar a un mandatario que ocupa el centro de la atención pública, como tampoco debe ser fácil después de la sobreexposición del presidente aceptar que el reflector se esta acabando y que debe darle espacio a alguien que emana de su propio movimiento.
Es claro que es una transición que puede ser compleja con las personalidades que dirigirán este proceso, pero al igual que hace seis años, surge la misma interrogante: ¿Vale la pena que transcurra tanto tiempo desde el día de la elección hasta la toma de posesión de la persona que ocupara la presidencia de la república?
Yo personalmente no encuentro una razón para ello, sobre todo considerando que el paquete económico del siguiente ejercicio fiscal necesariamente lleva el sello de ambos gobiernos, y además de forma atípica veremos a un presidente aprovechando hasta el último minuto de su sexenio para sacar las reformas que planteó hace unos meses.
Quizás con una reforma política seria podamos también hablar de las transiciones gubernamentales, acortando los tiempos, y estableciendo los límites para evitar un choque de trenes, se ve difícil que, con la prisa por lograr las reformas constitucionales, se pretenda darle contenido con este y estos temas que son necesarios y pertinente.
Hace no tantos años no estaba regulada la ausencia de los presidentes, quizás va siendo tiempo que pensemos en darle claridad a los cambios de gobierno ya que aunque parezcan lejanos, una mala transición puede tener efectos catastróficos para los ciudadanos.