Promueven la ordenación de sacerdotisas

2016-12-05 | 13:51 | Agencia

La autorización del papa Francisco para que todos los sacerdotes y misioneros puedan absolver a la mujer que se arrepiente genuinamente de haber abortado es un acto de misericordia.

Es un paso en la dirección correcta que alimenta la esperanza de que las mujeres puedan ser diáconas, sacerdotisas y obispas, dijo William Manceau, uno de los sacerdotes católicos que buscó nuevos caminos para emprender la renovación moral, el desarrollo y actualización de la Iglesia que propuso Juan XXIII al convocar al Concilio Vaticano II (1962-1965).

“Porque todavía sigue siendo un hombre, un sacerdote, quien otorga el perdón a la mujer”, dijo Manseau vía telefónica desde Massachusetts.

Manceau forma parte de la Federación Internacional en Favor de un Ministerio Católico Renovado, con presencia en asociaciones católicas de Norteamérica, de cuatro países de Europa y Australia, que busca cambios en la estructura jerárquica de la Iglesia católica que permitan el matrimonio de los sacerdotes, así como la ordenación de sacerdotisas y obispas como ya es posible en otras denominaciones e iglesias de Cristo.

Para avanzar en la búsqueda de nuevos espacios para las mujeres dentro de la jerarquía católica como lo anunció Francisco antes de concluir el primer año de su papado, al manifestar públicamente su intención de dar a las mujeres “una presencia más incisiva en la Iglesia”, centros de investigación como el británico Wingaards Institute for Catholic ha desenterrado papiros, piedras y códices antiguos para probar la existencia de diáconas desde los inicios de la era cristiana hace más dos mil años.

El instituto fundado por John Wijnaards, doctorado en Teología por la Universidad Gregoriana de Roma, quien renunció al sacerdocio en protesta contra la “Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis Sobre la Ordenación Sacerdotal Reservada Sólo a los Hombres” que Juan Pablo II emitió 22 de mayo de 1994, ha desentrañado los nombres de miles de diáconas de Grecia, Asia Menor, Francia e Italia, de Armenia y Siria, de Palestina y Egipto cuya existencia va desde los primeros años posteriores a la muerte de Jesús hasta después del año 500 de la era cristiana.

Mujeres que dejaron sus nombres en las lápidas de sus tumbas como Gorgonia, hija de San Gregorio de Nacianzo de Capadocia y de Santa Nonna, quien vivió del año 330 al 369 de la era cristiana; la griega Mesalina, sin más datos en su sepulcro que su nombre; la palestina Manaris de Gaza sepultada en el año 395.

Diáconas que ayudaban en el bautismo de otras mujeres, que cuidaban de las viudas de la parroquia, que impedían el acceso de espías del gobierno a las asambleas, que llevaban mensajes y el evangelio a los hogares.

O víctimas desafortunadas de la cacería de brujas que la Inquisición emprendió del  siglo XV hasta a fines del  XVIII  para preservar la hegemonía masculina al interior de la jerarquía católica, con un saldo de decenas de miles de víctimas en Europa, como parte de una tragedia que el historiador francés Jules Michelet documentó en su ensayo La bruja de 1862.

Una obra clásica que supo medir la dimensión de lo que ha significado para las mujeres jugar un papel importante en la sociedad y en la historia de la Iglesia católica.

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